EN FOCO › A CIEN AñOS DEL NACIMIENTO DE JIM THOMPSON
› Por Juan Sasturain
En estos días de septiembre se van a cumplir cien años del nacimiento en Oklahoma de John Myers (Jim) Thompson, un escritor de los grandes. Viene a cuento recordarlo –como lo recordaremos en su momento– porque su caso es emblemático de cierto raro destino literario: una gloriosa marginalidad.
Una pregunta habitual a los que cultivamos/leemos/escribimos sobre literatura policial es si se trata de un género marginal. Cuestión reflotada –oxidada, enmohecida– recientemente en contextos diversos. La consabida pregunta apunta al grado de “reconocimiento” de obras y autores, al eventual paso de “género menor a mayor” en términos de artisticidad, y a la consagración a partir de un “rescate” desde afuera que lo “descubra” valioso. Como si el policial –como el western o la ciencia ficción, géneros emblemáticos también de la cultura de masas que explotó el siglo pasado– dependiera de una mirada autorizada que le otorgase mayoría de edad y permiso de “entrar” en la zona vedada de lo culto. Y por supuesto que no es así.
Sobre todo porque los conceptos que se utilizan no son definitivos sino fluidos, móviles. La calificación o categoría “marginal” es siempre –en todos los sentidos y ámbitos en que se utilice– provisoria, sujeta a apreciación. En este caso se supone un núcleo o sistema central reconocido socialmente respecto del cual las narraciones del género policial estarían en el borde, serían tangentes u ocuparían una equívoca periferia. Y ese núcleo es la literatura. Y la idea de literatura remite a varias cosas. Materialmente hablando, es un corpus, formado por el conjunto de las obras que se supone la componen; pero ese corpus está constituido no por todos los textos que se producen y publican sino por los que responden a cierta práctica de escritura y (sobre todo) cierto modo de lectura particulares. En tercer lugar –esto es acaso fundamental–, los textos habitualmente considerados literarios de pleno derecho son aquellos que circulan según un itinerario tácito pero muy preciso: el libro que se vende en la librería y termina en la biblioteca. Así, la literatura –tal como se la reconoce, estudia y comenta– está formada por un conjunto de textos escritos/leídos de determinada manera que circulan y se acumulan también según cierto criterio. Lo que no entra en esos parámetros no es, no se ve en principio como literatura. Queda en el borde o al margen.
Así, después de semejante rodeo, se comprende en qué medida se hace dificultoso recortar la cuestión. En principio, las novelas policiales y los autores que se han dedicado/dedican preferente o únicamente a producir este tipo de ficciones entraban/entran sólo muy raramente en el sistema de la literatura, porque no solían/suelen pasar necesariamente por el circuito regular –libro/librería y biblioteca– sino que transitaban previamente por otros canales y modalidades de lectura y consumo vinculados a la llamada cultura de masas y a la tarea del escritor profesional, el que trabaja por dinero, por encargo y a medida para la revista, el magazine, el pocket de kiosco, todo eventual material de desecho, sin “llegar al libro”.
La otra cuestión –y la más importante– es que, debido a este modo de circulación particular, este tipo de relatos suele no ser leído como (desde la) literatura sino como (desde el) entretenimiento, como si hubiera contradicción entre ambas aproximaciones. Cabe explicar cuál es el equívoco.
Sabemos que la condición literaria de un texto tiene que ver con su forma, con el manejo del material y el uso del lenguaje. Porque lo literario de un texto está en el cómo y no en el qué. En el caso de la narrativa, no en qué se cuenta sino en cómo se lo hace. Como la narrativa policial, en tanto literatura “de género”, aparece muy pautada con respecto a ciertos aspectos de su contenido –tipos de personajes, reglas de juego, incidencias argumentales, etc.– se suele leerla/escribirla/criticarla sobre todo poniendo el énfasis en el qué más que en el cómo: en el argumento más que en los procedimientos narrativos y la escritura. Y muchas veces no se pierde nada con esa lectura porque no hay más que eso: una escritura que sólo se pretende funcional para contar una historia más o menos ingeniosa o entretenida. Se trata de escribientes, no de escritores –siguiendo al viejo Barthes–: la literatura no ha pasado por ahí. Como tampoco, cabe aclararlo, por la mayoría de los textos narrativos que, como novelas a secas, pueblan los estantes de novedades cada semana...
Así, la multitud de textos policiales considerados marginales respecto de la literatura no lo son por su condición genérica sino por ser mala o nula literatura. Pero a la inversa –y aquí llegamos a lo que vale la pena subrayar–, escritores como Poe, Bierce, Chesterton, Simenon, Hammett, Chandler, Thompson, Goodis o Cain, para nombrar sólo a algunos narradores históricos, han hecho excelente la mejor literatura desde el género y dentro de sus parámetros, del mismo modo que Ford o Hawks o Minnelli o Hitchcock han hecho cine desde el western o la aventura o la comedia o el suspenso. Lo que la crítica soberbia y benevolente ha calificado a menudo como diestras “artesanías” ha sabido ser ejemplo, desde el corazón de la cultura de masas y para un público masivo, de parte de la mejor narrativa de la época.
En pura lógica, y borgeanamente hablando, bastaría dar un ejemplo en contrario para romper el prejuicio literario respecto del policial. Valgan tres: La llave de cristal, de Dashiell Hammett; El largo adiós, de Raymond Chandler y –viene al caso– El asesino dentro de mí, de Jim Thompson. Precisamente este mestizo de Oklahoma, a diferencia de Hammett y Chandler, que conocieron largamente la fama y las ediciones en tapa dura, publicó casi toda su extensísima obra directamente en ediciones pocket de tapas chillonas para el kiosco –como nuestro Oesterheld, digamos...–, así que no pasaba por la librería ni entraba en las listas de bestsellers ni terminaba en la biblioteca. Ese Thompson, que para el sistema literario no era un escritor, producía y producía, escribía a destajo para vivir: por ejemplo, algunas de sus obras maestras están entre las diez (sic) novelas suyas que aparecieron entre 1953 y 1954.
Los críticos franceses primero y el cine después (Kubrick, Peckimpah) lo harían tardíamente famoso y reeditado hasta hoy. Pero cuando murió, en 1977, no había libros suyos, ninguna de sus decenas de novelas negras y malditas se conseguía en Estados Unidos. El autor de 1280 almas y The Grifters había escrito algo de la mejor ficción de su época y no lo habían visto ni leído. Es que estaba afuera, en el borde externo del planeta literatura.
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