EL EXTRANJERO
Stephen Wright da su versión freak sobre la guerra de Secesión, donde no faltan un pirata de 146 años ni un abuelo que busca la transformación de lo negro en lo blanco.
› Por Rodrigo Fresán
Desde que Stephen Crane publicara La roja insignia del valor en 1895, a la literatura norteamericana nunca le han faltado novelas sobre la Guerra Civil. Allí están las sagas/best-sellers de John Jakes y Michael & Jeff Shaara La última viuda de la Confederación lo cuenta todo de Allan Gurganus, Cold Mountain de Charles Frazer, el monumental Lincoln de Gore Vidal, Rompenubes de Russell Banks y, recientemente, The Widow from the South de Robert Hicks y The March de E. L. Doctorow. Y es que la guerra de Secesión –como los blues de Saigón– siempre cumple y atrae al inconsciente popular Made in USA.
Lo que resulta completamente inesperado (o no, porque Imprevisible es su segundo nombre) es que, luego de doce años desaparecido en acción, Stephen Wright publique su novela sobre la Guerra Civil que, por supuesto, no se parece a ninguna otra del mismo modo en que Meditations in Green (1988) no tenía nada que ver con cualquier otra novela sobre Vietnam (Wright es veterano de ese por siempre inspirador y conflictivo conflicto), o que M31: A family Romance (1988) no se parecía en absoluto a ningún otro libro sobre la cultura OVNI y la vida en familia, o que Going Native (1994, la única traducida al castellano como Viaje de ida, Mondadori 1995) poco y nada podía recordar a cualquier otro paisaje con hombre que lo deja todo para transformarse en un ¿asesino serial? cambiando varias veces de personalidad a lo largo de la carretera.
Wright, en más de una ocasión definido como “el mejor escritor de oraciones del mundo” (título que podría discutirle su colega y en más de un sentido hermano de tinta Denis Johnson, otro alucinado alucinógeno quien, buenas noticias, acaba de entregar a su editor su largamente esperada novela vietnamita, A tree of Smoke, en la que viene trabajando desde 1982), narra aquí la saga de Liberty Fish. Nacido en el otoño de 1844, a sus 17 años, el muy virtuoso y cada vez más desconcertado Liberty (hijo de dos abolicionistas, padre progresista y norteño, madre sureña expulsada de la plantación familiar en Carolina del Sur por sus ideas, educado en Nueva York por una tía porque sus progenitores siempre se ausentan en nombre de alguna cruzada) se enlista en el bando de la Unión, deserta enseguida, y se propone llegar a Redemption Hall, hogar perdido de su progenitora para ajustar cuentas con su pasado desconocido. Por el camino, claro, encuentra a personajes muy extraños, entre los que destacan un ex pirata de 146 años de edad viviendo en un agujero en el suelo y un demencial y gótico abuelo empeñado en experimentos que buscan “la transformación de lo negro en lo blanco”. Y es así como puede entenderse The Amalgamation Polka –como ya lo hizo una crítica– como una cruza entre El corazón de las tinieblas y Alicia en el país de las maravillas. Apropiado pero no del todo justo. Igualmente lícito sería afirmar que The Amalgamation Polka es una colaboración entre Terry Gilliam & Tim Burton con Herman Melville (y ahí les va ese Capitán Whelkington que parece salido de las páginas de The Confidence Man). O un cuadro firmado a medias por Hyeronimus Bosch y Francisco Goya. O un imposible álbum grabado a dos voces y dos guitarras entre Robert Johnson y Bob Dylan en alguna encrucijada. Lo que aquí vale –lo que convierte a esta novela en algo fuera de lo normal– es la potencia faulknerianamente radiactiva freak de su prosa, la elegancia episódica de la trama, el modo en que se ejecuta un minué entre lo paródico y lo monstruoso, y lo adictivo del viaje de Liberty que, enseguida, se convierte en el viaje del lector. Porque aquí las épocas se confunden y el personaje y la persona se funden. Para decirlo con las palabras del propio Wright: “Somos invitados en nuestras propias vidas”, “La vida es la amnesia de la muerte”, “La bestia humana, más allá de los avances tecnológicos, no ha cambiado mucho desde el principio de la historia” y “Una vez un amigo me preguntó cómo era que yo escribía así en lugar de ser un realista. A lo que yo le respondí: ‘Pero si yo soy un escritor realista’. Desde entonces, cada vez que me encuentro con ese amigo, me mira como si yo estuviera loco”.
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