EL EXTRANJERO
Douglas Coupland publica The Gum Thief, su décima novela. Y, a juzgar por su ambición, complejidad y emoción, resulta la más lograda desde aquella perfecta La vida después de Dios (1994).
› Por Rodrigo Fresán
The Gum Thief
Douglas Coupland
Bloomsbury, 2007
275 páginas
Casi al final de The Gum Thief –décima novela de este canadiense nacido en Alemania en 1961– me di cuenta, como en una iluminación muy couplandiana, de que el emotivo y formidable y muy celebrado final de Lunar Park de Bret Easton Ellis era, en realidad, un final definitiva e inapelablemente marca Coupland. Y que entonces el gran Ellis –gemelo diabólico del por lo general angélico Coupland– había descubierto que el verdadero desafío y la verdadera transgresión pasaba por el escándalo de sensibilizar a los lectores más que por el horrorizarlos. Ahora sólo falta que se entere Chuck Palahniuk.
Y exactamente eso –conmover– es lo que ha venido haciendo Coupland desde que en 1991 le puso una X a la palabra generación y se convirtió en una suerte de mesías existencial con modales e intenciones parecidos a los predicados por el desaparecido J. D. Salinger varias décadas antes. Así, Salinger vendría a ser el ausente Jehová, Kurt Vonnegut el Espíritu Santo, y Coupland el vástago que celebra la buena nueva por los caminos y pasillos de este mundo atribulado sin que esto signifique que vaya a permitir que los críticos lo crucifiquen.
Y si lo hacen, a quién le importa.
Y la buena nueva es que –luego de ese tropezón que resultó ser JPod en el 2006– Coupland ha vuelto a hacer lo que mejor hace: otra de esas novelas dulcemente amargas y bondadosamente crueles como ya lo fueron, recientemente, Hey Nostradamus! y Eleanor Rigby. The Gum Thief es, también, su libro estructuralmente más ambicioso desde el acaso perfecto manual de últimos auxilios que es La vida después de Dios (1994).
Organizada como si se tratara de una sucesión de muñecas chinas o cajas rusas o envases canadienses, The Gum Thief cuenta varias historias al mismo tiempo y en diferentes planos. Adelante de todo, aparece el modo en que se va construyendo la perfecta amistad vía e-mail de Roger (un hombre al borde del abismo existencial, divorciado, acercándose al ecuador de su vida y sin demasiadas ganas de seguir sumando y contando) y de Bethany (una desesperada adolescente gótica pero con corazón de Sarah Kay) que pactan ignorarse en el kafkiano trabajo que comparten –vendedores en una gigantesca tienda de artículos para oficina y afines– pero se adoran en sus computadoras. En segundo plano aparecen, trufando la correspondencia, los capítulos de la demencial novela que está escribiendo Roger: Glove Pond: crónica de un cataclismo matrimonial en un barrio residencial con tics de John Cheever y del ¿Quién le teme a Virginia Woolf? de Edward Albee que, progresivamente, va incorporando y decodificando datos oscuros y agujeros negros de las vidas de Roger y Bethany. Y, en tercer lugar pero por encima de todo, aparece ese Coupland aforístico y más brillante dejando caer varias perlas en cada página. Cosas como “Cuando uso la expresión ‘una cierta edad’ me refiero a esa edad que tiene la gente dentro de sus cabezas. Por lo general está entre los treinta y los treinta y cuatro años. Nadie tiene cuarenta dentro de su cabeza.” O “Tal vez los recuerdos sean como el karaoke cuando te das cuenta, ahí arriba en el escenario, con todos esos versos corriendo en la pantalla y todos aplaudiéndote, que ni siquiera te sabes la mitad de la letra de tu canción favorita y comprendes que lo que más te gusta de tu canción favorita es precisamente tu ignorancia de su completo significado y que viste en ella mucho más de lo que realmente había allí. Así, es mejor no conocer la letra de la propia vida”. O “Cada vez que, cuando era chico, me ponía a jugar con mis soldaditos, mi madre se sentaba junto a mí con el teléfono en la mano y me decía: ‘Okay, puedes jugar con tus soldaditos, pero cada vez que uno de ellos muera o resulte herido voy a llamar por teléfono a su madre. ¿Listo?’ Puedes imaginarte lo divertido que era eso para mí”. O “A los veinticinco ya sabes que nunca serás una estrella de rock, para cuando tienes treinta ya estás seguro de que jamás serás un dentista”. Es en momentos así –y The Gum Thief desborda de ellos y hasta se permite una última vuelta de tuerca argumental en las últimas dos páginas convirtiendo todo el asunto en una especie de curso de autoayuda para escritores y catálogo de herramientas de trabajo y sus modos de empleo– en los que Coupland asciende a las alturas de una especie de Marcel Proust pop.
Y –una vez más, seguro que no será la última– emociona.
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