China girl
Shangai Baby
Wei Hui
Emecé,
Buenos Aires, 2002,
270 págs., $19
Tal como indica el título, éste no es un libro sobre una mujer china. Es una novela acerca de una mujer de Shangai, la ciudad más occidentalizada de China, repleta de inversiones extranjeras y de jóvenes cosmopolitas no demasiado diferentes de los neoyorquinos o de los londinenses. Tienen acceso a Internet, escuchan rock, toman drogas, son sexualmente libres y ambiguos, van a fiestas, pierden el tiempo. En un párrafo, Wei Hui define a la mujer de Shangai de la nueva generación como “altamente educada e independiente, tanto espiritual como económicamente”. Shangai Baby pudo haber sido escrito por una Bret Easton Ellis femenina (pero sin crueldad, porque se trata de un libro romántico, dulce, hasta ingenuo), o quizá por una Banana Yoshimoto: son muy similares en su intenso romanticismo y con un dejo de melancolía.
Shangai Baby fue prohibido en China, porque irritó a las autoridades y se hizo una quema pública de miles de ejemplares, cosa que elevó a Wei Hui a la categoría de figura de culto. Pero, en lo estrictamente literario, el libro podría pasar desapercibido si no fuera por este hecho. Y de ninguna manera porque se trate de una novela mala. No lo es. Es, sencillamente, un libro que, escrito por una mujer occidental, casi podría considerarse convencional, aunque encantador. Wei Hui escribe con soltura y candidez,como si arrancara páginas de un diario íntimo, por momentos glamorosa, por momentos deprimida y vencida. La historia de amor que en realidad es el corazón de la novela la desgarra entre dos hombres: Tiantian, un joven chino desamparado y débil, con tendencias suicidas, que la ama con locura pero es incapaz de satisfacerla sexualmente, atrapado en una espiral de autodestrucción; y Mark, un alemán maduro, hombre de negocios, casado, por el que siente una atracción sexual irresistible y correspondida, al punto que debe plantearse cuál de los dos es su verdadero amor. Mientras tanto, la protagonista (que prefiere hacerse llamar Coco, porque idolatra a Coco Chanel) intenta terminar una novela. Éste es el punto flaco de la narración, porque se trata de un recurso demasiado repetido y predecible, y la “novela dentro de la novela” no funciona demasiado bien.
Además de los personajes del triángulo amoroso, desfilan personajes que cuesta imaginar en China para un occidental que ignore qué sucede en tan misteriosa tierra: una prostituta de lujo millonaria que se hace llamar Madonna, muchos artistas jóvenes occidentales, hackers, serbios de visita por la ciudad, estrellas de rock. Pero Wei Hui se las arregla para que puedan ser aceptados con naturalidad: son la fauna urbana de una ciudad salvaje. Y hay referencias a la “verdadera” China, a pesar de que las autoridades las hayan considerado insuficientes: “Aunque me aburro como una ostra”, escribe, “estoy mejor que las desempleadas de las fábricas textiles”. O, discutiendo con un diseñador de alta costura que se queja constantemente, le señala que “en el país había 800 millones de campesinos cuya preocupación principal era cómo tener las más mínimas comodidades y que él era una persona con mucha suerte”.
Shangai Baby es sin duda un libro concebido para irritar, un acto de rebeldía. Coco se masturba. Coco prefiere a un hombre occidental. Coco escucha a Alanis Morissette, nombra hasta el cansancio a Quentin Tarantino y precede cada capítulo con citas donde desfilan Henry Miller, Joni Mitchell, Suede, Jack Kerouac, Billy Bragg, Virgina Woolf, Erica Jong, Elizabeth Taylor; Bessie Smith, Dylan Thomas, Bertolt Brecht y cuanto icono occidental, y sobre todo norteamericano, exista. Mientras muchos jóvenes del tercer mundo (y los excluidos del primero) condenan el capitalismo y Occidente, una joven oriental los reivindica, como símbolo de modernidad, libertad y, sobre todo, hedonismo. No es, sin embargo, una glorificación: se trata más bien de un sinceramiento, de reconocer que la penetración occidental atraviesa a la China socialista, y especialmente a su juventud. Sin las breves menciones a rickshaws, algunas comidas típicas y cierta música tradicional china que los protagonistas eligen para sus fiestas, la historia, otra vez, podría tener lugar en cualquier gran ciudad de Occidente. A veces Wei Hui exagera en sus referencias, explicando demasiado sus guiños: si nombra a Tarantino, agrega “nos dormíamos escuchando a Uma Thurman y John Travolta”, cuando no hace falta semejante especificación, que es forzada. Y sobre todo es un libro que está diseñado para irritar a quienes tratan de relegar a la mujer china a un segundo plano, planteando a protagonistas sexualmente activas, profesionales, brillantes, sin condescender jamás al panfleto feminista obvio. Cuando logra naturalidad, Wei Hui consigue momentos de autenticidad sorprendentes.
La irritación que pueda producir su fascinación con lo occidental (y es fácil caer en este prejuicio) sería una objeción prejuiciosa: la historia de Coco parece aspirar, más bien, a señalar que existe en ciertos círculos de elites cosmopolitas chinas (snobs, por qué no) una generación joven dispuesta a la herejía, a salir del discurso revolucionario. Pero que plantea la penetración cultural como problemática, como una división clara en una China que, para Coco y para Wei Hui, es cualquier cosa menos homogénea, y que en ciertos estratos privilegiados, sea por educación o bienestar económico, busca una forma de vida alternativa, lejos de losvalores tradicionales. Aunque los jóvenes perdidos y decadentes de la novela no sepan exactamente cuál y cómo sería esa alternativa, esa posibilidad de una supuesta China post-socialista, ni cómo construirla. El retrato de la vida cotidiana de una joven de Shangai y sus amores trágicos y desordenados muestran una grieta, una desconfianza en el discurso oficial, que es tan contradictoria como valiente y sincera.
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