Fina estampa
En el culo del mundo
António Lobo Antunes
Trad. Mario Merlino
Siruela
Madrid, 2001
210 págs. $ 21
Por Rubén H. Ríos
Una voz desgarrada y melancólica, alucinada y barroca, dolorosamente lúcida y extraviada en un mundo absurdo y brutal: eso es –en su esencia– esta novela del gran narrador portugués Lobo Antunes publicada por primera vez en 1979. Final de una década desde donde esa voz narrativa que dialoga con una mujer silenciada o parca, durante una larga noche de alcoholes y centelleos sin luz, rinde testimonio del fragor infame de la guerra colonialista de Angola y de una sensibilidad estragada por el fascismo de Portugal. No tanto, si se quiere, un alegato contra la inhumanidad de la guerra, cuanto una oración fúnebre por los seres degradados bajo el yugo del nihilismo europeo.
Lisboa –el otro escenario de En el culo del mundo– es poco más, para la voz que ha conocido el horror y las miserias del aparato colonialista, que una ciudad fantasmal y pantagruélica, en cuyas fachadas incrustadas de azulejos se refractan sólo resplandores apagados y endurecidos. El resto se reparte entre los recuerdos de la Lisboa más extravagante, más esperpéntica, de la infancia del protagonista, y los bares con lámparas art noveau que éste recorre solitariamente de regreso de la guerra, luego de la disolución de su matrimonio, ensimismado en el magro consuelo del whisky y del sexo frío compartido con mujeres vacías a quienes, quizá, haya relatado, una y otra vez, desatada la lengua por la soledad y el anhelo de sentido, la misma historia de ese joven médico consumiéndose en la inutilidad sangrienta y sin gloria de la guerra en Angola, deseando tan sólo volver al seno de una sociedad asediada por ancianas chupacirios y retratos de generales muertos.
Esa voz para la cual Lisboa se asemeja a un juego irreal de reflejos sin contenido, como si se tratara de la ilusión producida por los miles de azulejos que se reflejan a sí mismos, y para la cual también su propio rostro en el espejo posee el espesor superficial de la máscara, descubre que la realidad –en toda su crudeza y despojamiento– se le ha mostrado en el hervidero de insectos y polvo de Angola, en los cuerpos mutilados de los soldados, en los tambores de los rebeldes manteniendo insomne la noche, en la desesperación de las masturbaciones, en los ojos nebulosos de los niños hambrientos, en la locura de la guerra. Sobre ella, sobre el reguero de muerte y servidumbre que deja a su paso, el protagonista celebra sus esponsales con la condición humana. Es el mediodía de la guerra, donde ya no hay sombras ni reflejos, la experiencia del límite del mundo.
La voz del inmenso desasosiego que anima la novela de Lobo Antunes expresa, de algún modo clandestino, a todo aquel que se ha convertido en extranjero. No solamente en su propia lengua (según la fórmula deleuziana) o en relación con los ídolos y pesadillas de la sociedad fascista, sino también –y quizá sobre todo– respecto del oprobioso principio de realidad bajo el que ha sido confinado en una Lisboa de espejismos y fatuidad. El silencio de la mujer con la que el protagonista recibe la aurora, alcoholizado y vano también él, no hace más que repetir –como un eco mudo– el mutismo de todo un orden social y político, de la palabra y del pensamiento, ante quien ha visto y padecido el fondo atroz de ese sistema de simulacros en la guerra. Y lo cuenta, rompiendo el silencio.