LO QUE ESTá OCULTO
› Por Osvaldo Aguirre
“Así que acá estoy, aislado desde hace ocho o nueve años reescribiendo y achicando simultáneamente doce libros y eliminando otros tantos”, escribe Héctor Libertella a Lorenzo García Vega en La arquitectura del fantasma. La aparición de Diario de la rabia y El lugar que no está ahí se inscribe en ese marco de escritura permanente de la obra.
Ambos relatos tienen su antecedente en textos de ¡Cavernícolas!, libro que fue el negativo fotográfico de las pesquisas teóricas producidas en Nueva escritura en Latinoamérica (1977). Libertella reformula aquí la idea de vanguardia, asociándola a una lectura fuerte de la tradición y al ejercicio de la crítica. El cavernícola es el escritor que asume esa práctica, por la cual “toma pedazos de la tradición culta y los reprocesa, los muele para cocinar con sus condimentos (...) un complejo producto”. Sin desligarse de esas operaciones, el correlato de las nuevas versiones parece estar en sus reflexiones sobre los juegos de la ficción, tal como se exponen en su autobiografía.
En ambos casos Libertella expande la versión anterior, mediante agregados y reformulaciones y la introducción de una división en partes. En Diario de la rabia hay una preocupación por hacer más accesible el texto, a partir de la circunstancia que desata la reescritura. El relato original, “Nínive”, iba a ser incluido en una antología a publicarse en Londres, pero los traductores no pudieron trasladarlo al inglés. Libertella se propuso en consecuencia darle “un carácter más transparente”. El protagonista, Rassam, es asmático; el relato reproducía su forma de hablar, que consiste en cortar las palabras, lo que provocaba un plus de sentido imposible de reponer, en principio, en otra lengua. La corrección comenzó por “curar” al personaje; en el mismo sentido, hay algunos agregados que apuntan a una ubicación más precisa de los hechos. Cuando tuvo lista la nueva versión, Libertella supo que un traductor había logrado finalmente dar una versión del primer relato: episodio que viene a decir, en primer lugar, que la traducción es posible cuando reinventa a su original, reproduciendo con libertad sus procedimientos.
Rassam es el testigo y narrador de las expediciones del orientalista inglés Sir Rawlinson y del ilustrador francés Eugène Flandin, ambos en busca de jeroglíficos asirios. La profanación y el saqueo de tesoros sagrados no son las peores acciones que emprenden los occidentales en nombre de la cultura y la historia. El supuesto rescate de las antiguas tablillas es en realidad un grotesco malentendido: los arqueólogos reescriben esos textos, confunden originales con copias y equivocan de modo sistemático las interpretaciones, de modo que “restauran” lo que nunca fue dicho. Experto en el arte de la falsificación, Rassam recurre por razones de sobrevivencia a esas prácticas, y descubre así la paradoja de que la verdad sólo puede venderse si adopta la forma de la mentira.
El lugar que no está ahí es una versión del relato de Antonio Pigafetta sobre el viaje de la expedición de Fernando de Magallanes (1519) alrededor del mundo. Libertella recrea los tópicos de las crónicas de viaje de los adelantados españoles (sus informes a la Corona respecto de las posibilidades económicas, las perspectivas de evangelización, la descripción de sucesos insólitos o maravillosos) e introduce toques de humor: Pigafetta no puede testimoniar respecto del alzamiento de los marineros de Magallanes ya que en ese momento estaba ocupado en la escritura de su narración; antes de llegar a la “temida Mactan”, tuvo un sueño que le hizo olvidar lo que ocurrió en la realidad; a propósito de su relato, es capaz de concluir, mucho antes de que lo dijera Mallarmé, que el mundo se hizo para llegar a un buen libro...
Como las tablillas y los rollos de Rassam, el relato de Pigafetta es un texto apócrifo. El cronista dice escribir una “fidelísima memoria”, pero copia otros libros, transcribe leyendas y fragmentos de otros relatos de viaje, no por ánimo de ficción sino para dar cuenta de sucesos “imposibles de inventar sin engaño”. Etimológicamente, dice Libertella, apócrifo significa “yo oculto”: de nuevo, el juego de la verdad y la ficción, esa práctica que ejerció de modo inquietante, “donde no sé si oculto algo o si quedo yo oculto”.
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