› Por Hector Libertella
Las cosas familiares posiblemente nada tengan que ver con la literatura, aunque sean toda ella. Una circulación sanguínea en espacio cerrado y, en lo posible, a una pocas manzanas de distancia, porque si la familia argentina se define por barrios, a principio de los ‘70 yo vivía en el hotel Florida House y después en un pent-house en Florida 716, y Arturo Carrera siempre vivió cerca de la Manzana Loca: Paraguay y Florida, Florida y Córdoba...
Pero a ver, a ver cómo es todo esto. A César Aira lo conocí en casa de Mario Tobelem hará unos veintisiete o treinta y dos años. No me acuerdo si Arturo llegó por vía de César o de Osvaldo Lamborghini o por vía propia. A Tamara Kamenszain la conocí en su casa de la calle Billinghurst y nos fuimos juntos a un asado en el taller de Alberto Cedrón, allá en la Boca; era casi la Nochebuena de 1972.
Yo estaba con un grupo y Osvaldo con otro cuando nos separamos del resto y de sus parloteos y nos saludamos silenciosamente, por primera vez como viejos amigos, en un teatro donde se hacía el preestreno de una película llamada, justamente, La civilización está haciendo masa y no deja oír. Sería 1973.
Comíamos en un bodegón del Bajo, el América (por allí empezaba a circular Josefina Ludmer). El club privado también se reunía en El Toboso, de Corrientes casi Callao. Y también en aquel departamento de Santa Fe al 4400, donde cocinábamos y aprendíamos a cambiar papeles, roles y rollos, tucos italianos demasiado judíos de Tamara –demasiado encebollados–, churrascos casi crudos para que no se achicaran ante los ojos de hambre de Osvaldo, y algún champán que traía Aira a la hora de la cena, cuando se sentía en su “año mallarmeano”.
(...)
Tal vez yo estaba en esa Nueva York que siempre fue para mí Bahía Blanca. La cosa es que en el América, una noche, ellos proyectaron una publicación virtual que debería llamarse La vuelta de Martín Fierro, o Los nietos de Martín Fierro, quién sabe. No prosperó porque en esa época era imposible una revista de estrellas y sólo languidecían los teatros de revistas con sus vedettes y coristas. El género se estaba acabando.
Qué decir. No había grupo a la vista ni proyecto común posible. Osvaldo murió. De Pringles a Buenos Aires y a Europa, Arturo nunca estará donde se lo esperaba. César, con 70 libros publicados a cuestas, empezó a pasar en limpio la obra inédita de Osvaldo, como un jubilado. Josefina se fue a Yale. Más y/o menos, en el 2010 tendrán alrededor de sesenta, sesenta y cinco años, y volverán a colgar aquel cartel que alucinaba a todos en la esquina de cruces de Paraguay y Florida: SOMOS GENIALES.
Lo demás, la forma única de leer de Osvaldo, el vaso de la inteligencia de Tamara del que tantos bebieron, el inconsciente luminoso de Arturo, la moral utópica de escritor de César, el Compromiso de la Forma de Josefina, todos esos elementos sí serán falta y resto en vida de la literatura argentina de algún día.
POSDATA. Entre principios de 1970 y mediados de la misma década, esos jóvenes escritores –tal vez los últimos viejos habitués del Salón Literario de Marcos Sastre– decidieron construir El Lector Perfecto, alguien que viniera viajando hacia ellos desde 1837 hasta hoy. Un lector omnívoro (un Orlando de Virginia Woolf) al que cada cual le dedicaría en privado, con temor, sus trabajos y manuscritos: cuentos, ensayos, poemas, nouvelles, teoría, novelas, crítica, miscelánea... Un interlocutor ideal que, de tan complejo y cambiante, les permitiera pensarse como deseados que siempre tendrán un encargo diferente. Alguien fiel que los esperara para leerlos cuando ellos regresaran desorientados a casa. Un robot o una especie de golem lleno de apetitos y curiosidad. La promesa de una historia real que con el tiempo se iría haciendo toda ella de romance y de ficción. Es decir: una literatura que, para sobrevivir a sí misma, necesitó hacerse un poco invisible o ilegible entre la líneas del mercado de aquel entonces.
Extracto de La arquitectura del fantasma, de Héctor Libertella, publicado por Santiago Arcos Editor.
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