El Anónimo ruso que cuenta sus aventuras en este libro es un strannik, un campesino que, físicamente inepto para la vida del campo y presa de un fuerte impulso religioso, abandona su pueblo para adoptar una perpetua vida errante. En el centro de la misma estará su descubrimiento de la oración hesicasta. Solo por los caminos de Rusia, con el libro que determina toda su existencia por única compañía, con un mendrugo y su precioso salvoconducto, el Anónimo ruso encuentra, andando a tientas, obstinado en su deseo, un camino místico que tiene una tradición enorme y antigua, verdadero secreto de la Iglesia de Oriente. Se trata justamente de la oración hesicasta, es decir, de una práctica de la “oración interior ininterrumpida” ilustrada en el libro que el peregrino lleva consigo, la Filocalia, vasta compilación de textos místicos que va de los primeros Padres del Desierto a algunos grandes teólogos bizantinos. Tal oración, fundada en una sutil teoría de la respiración y de la “custodia del corazón”, es la única práctica occidental que se puede confrontar con el yoga hindú, un Oriente ocultado, que el mundo eslavo ha nutrido en sí durante siglos. Sin el auxilio de la cultura y sin el control constante de un maestro, el Anónimo experimenta en sí mismo, pasando por todos los estadios, desde la desolación hasta el arrebato, el poder perturbador de la sencilla “oración de Jesús”. Toda su vida se ve progresivamente transformada por ella, y el testimonio que nos ha dejado en El camino del peregrino se nos aparece como uno de los más ricos “viajes místicos” que conocemos. A la extraordinaria inmediatez y precisión en la descripción de las propias experiencias en el reino de la oración hesicasta, el Anónimo une una connatural frescura en la narración: como un Gogol inconsciente de su mérito, nos revela los rasgos de la perdida vida popular y provincial de Rusia en torno de mediados del siglo XIX, de la que él mismo es uno de los personajes, un ingenuo que sabe abrir una por una las puertas de un saber prodigiosamente intacto.
1972
Protegida por un título enigmático, que se imprime en la memoria como una frase musical, esta novela obedece fielmente al precepto de Hermann Broch: “Desvelar aquello que sólo una novela permite desvelar”. Este descubrimiento novelesco no se limita a la evocación de algunos personajes y de sus complejas historias de amor, si bien es cierto que Tomás, Teresa, Sabina y Franz cobran existencia para nosotros, después de unas pocas páginas, con una concreción irrevocable y casi dolorosa. Dar vida a un personaje significa, para Kundera, “ir hasta el fondo de determinadas situaciones, de determinados motivos, tal vez de determinadas palabras, que son la materia misma de la que está hecho”. Entra entonces en escena otro personaje: el autor. Su rostro está en sombras, en el centro del cuadrilátero amoroso formado por los protagonistas de la novela; y esos cuatro vértices cambian continuamente sus posiciones en torno de él, alejados y reunidos por la casualidad y las persecuciones de la historia, oscilantes entre un libertinaje frío y esa especie de compasión que es “la capacidad máxima de imaginación afectiva, el arte de la telepatía de las emociones”. En el seno de este cuadrilátero se cruzan una multiplicidad de hilos: un hilo es un detalle fisiológico, otro es una cuestión metafísica, una atroz anécdota histórica, una imagen. Todo es variación, exploración incesante de lo posible. Con ligereza diderotiana, Kundera consigue descubrir, dentro de los hechos individuales, otras tantas preguntas penetrantes y las compone luego como voces polifónicas, hasta provocarnos un vértigo que nos reconduce a nuestra experiencia constante y menuda. Reencontramos así ciertas cosas que han formado parte de nuestra vida y tienden a pasar inadvertidas para la literatura, aplastada bajo su propio peso: la transformación del mundo interior en una inmensa “trampa”, la anulación de la existencia como en esas fotografías retocadas en que los soviéticos hacen desaparecer las caras de los personajes caídos en desgracia. Con una larga experiencia en la percepción de la “Gran Marcha” hacia el porvenir como la más burlesca de las ilusiones, Kundera ha sabido mantener intacto el pathos de aquello que, atravesado por innumerables reflejos como todo amor atormentado, está preparado sin embargo para aparecer una sola vez y desaparecer, como si no hubiera existido nunca.
1985
En los inicios del siglo XX una joven neocelandesa, Katherine Mansfield, todavía un poco perdida en Inglaterra, y sólo provista de “ese trágico optimismo que con frecuencia es la única riqueza de la juventud”, comenzó a escribir historias comunes de mujeres (o de hombres) comunes, y siguió haciéndolo febrilmente hasta su muerte, en 1923, a los treinta y cuatro años. Leídos con una mirada contemporánea, los cuentos de Mansfield se nos aparecen como uno de esos grandes e inagotables descubrimientos que en pocos años cambiaron la fisonomía de la literatura: como el primer Joyce, las novelas de D.H. Lawrence y la escritura de la Wolf (tres escritores con quienes Mansfield se relacionó, oscilando entre la admiración y la hostilidad). Compartía con ellos su decidida voluntad de someter la literatura a una exigencia absoluta, pero Mansfield estaba más expuesta que ellos a las corrientes infieles, a las zarpas malignas de la vida, que no paraban de aparecerse “bajo los atuendos de una pordiosera de película americana”. Quizá precisamente por ello Mansfield supo hacer hablar, en sus cuentos, y más que ningún otro escritor moderno, a la precariedad: como espasmo, punzada, angustia fulmínea, y al mismo tiempo como maravilla, éxtasis injustificado, percepción pura. No hay necesidad de declarar la psicología, pues está absorbida en la imagen vivaz, en la pulsación del instante. La felicidad improvisada, como la infelicidad sorda, dispersa en cada momento y en cada vida, pocas veces se nos ha ofrecido con tal intensidad, y sin embargo en voz baja, como en estas páginas de Mansfield, “lo suficientemente grande para decir aquello que todos sentimos y no decimos”.
1978
En este libro, del que Susan Sontag dijo que era “legendario como su propio asunto”, Kenneth Anger se ha revelado como el primer chroniqueur adecuado, el más feliz y amargo fabulista del mundo de Hollywood. Con pulso seguro, de gran fanático del cine, Anger nos demuestra que los escándalos, chismes, suicidios, amoríos, muertes sospechosas, perversidades, triunfos, delitos y tramas tienen otro color en Hollywood: estos hechos sórdidos y brillantes quedaban rápidamente escondidos entre las vastas constelaciones del star system, y su oscuridad nutría la luz irreal de la pantalla. “Más estrellas que en el cielo”, era uno de los eslóganes de la Metro-Goldwyn-Mayer. Ahora, tras décadas en que el star system ha sido señalado como máquina de depravación comercial y de venta del arte al dólar, comenzamos por fin a entenderlo literalmente: como sistema de mitos, órbita de astros, variantes y repeticiones inagotables de Historias y Figuras Ejemplares. En el fondo, el único gran sistema mitológico que nuestro tiempo ha sabido ofrecernos. Guiados por Kenneth Anger, nos acercamos aquí al mito de Hollywood con el espíritu que le resulta más congenial: el de Jules Laforgue, en el que la devoción se une al sarcasmo y la parodia no se ubica en el final de los tiempos sino en su origen. La Babilonia de yeso que Griffith hizo construir en 1915 para acoger a centenares de figurantes, y poco tiempo después era un cementerio de cascotes y malezas, es el lugar perenne del cine. Desde este punto –umbral de la Epoca de los Esplendores Dudosos, cuando Hollywood surgía ante un observador fiable como Aleister Crowley habitada por “una banda de maníacos sexuales enloquecidos por la droga”– mueve Anger los hilos de su relato. Fatty y Hearst, Chaplin y Valentino, Von Stroheim y Mae West, Errol Flynn y Marlene Dietrich, Lupe Vélez y Robert Mitchum, Lana Turner y Judy Garland, y tantos otros nombres ya sepultados, desfilan frente a nosotros, entre episodios atroces y detalles ultrajantes, en imágenes de su vida íntima que se mezclan para siempre con las de sus obras.
Una de las características del sistema de Hollywood consiste en ser omnívoro: todo lo relacionado con sus personajes le pertenece, todo forma parte de su escena, tanto las falditas de Shirley Temple como la epidemia de suicidios con Seconal. Al final se acaba sospechando que las razones comerciales mismas son el pretexto para una grandiosa e involuntaria aplicación del art pour l’art. De este modo, también Hollywood Babilonia forma parte del cine de Hollywood: al final de estas páginas, donde el texto vive dentro de las imágenes y las imágenes dentro del texto, donde ningún detalle es superfluo y todos tienen su oscuro brillo, como en un Von Stroheim de ambiente californiano, podremos afirmar que hemos visto cómo el cine se cuenta a sí mismo en un gran film negro.
1979
Sería difícil, para quien no haya sido testigo, imaginar hoy la violencia del escándalo internacional, por ultrajada pruderie, que Lolita provocó cuando apareció, en 1955. Y tal es el apego a la necia regla según la cual aquello que hace ruido está inevitablemente desprovisto de una calidad literaria duradera, hasta tal punto se desconocía entonces la obra de Nabokov, que pocos supieron ver lo que hoy es una evidencia: Lolita es no sólo una novela extraordinaria sino uno de los grandes textos sobre las pasiones que atraviesan nuestra historia, desde la leyenda de Tristán e Isolda a La cartuja de Parma; de las canciones trovadorescas a Anna Karenina.
¿Quién es Lolita? Esta “nínfula” (genial invención lingüística de Nabokov, después degradada al uso trivial, casi por venganza contra su belleza) es la más brillante aparición moderna de la Ninfa, uno de aquellos seres casi inmortales que fueron los primeros en atraer el deseo de los olímpicos hacia la tierra y a invadir su mente con la posesión erótica. Porque quien sea “capturado por las Ninfas”, según los griegos, se ve afectado por una sutil forma de delirio, el mismo que trastorna al profesor Humbert Humbert a causa de la pequeña e intensamente americana Lolita. América, Lolita: estos dos nombres son, de hecho, los protagonistas de la novela, escrutados sin tregua por el ojo incansable de Humbert Humbert y de Nabokov. Realidad geográfica y personaje llegan a superponerse con prodigiosa precisión, hasta el punto de que se puede decir: América es Lolita, Lolita es América. Todo esto, como sólo sucede en las novelas más grandes, nunca es declarado abiertamente: lo descubrimos paso a paso, se podrá decir kilómetro a kilómetro, a lo largo de una cinta sinfín de carreteras estadounidenses punteadas de moteles.
1993
Encontrar un crítico capaz de decir lo esencial acerca de un libro en veinte líneas, y haciéndose entender por todos, es el sueño antiguo de muchos jefes de redacción. Pues bien, al menos una vez ese sueño se hizo realidad: en los años ‘30, en la Argentina, en las columnas de una revista femenina de ominoso nombre: El Hogar. El joven crítico que se hizo diestro en reseñas, ensayos, “biografías sintéticas” y breves noticias culturales había escrito dos libros de título singular, Historia universal de la infamia e Historia de la eternidad, y se llamaba Jorge Luis Borges. Quizá ninguna de las damas porteñas aficionadas a El Hogar se daba cuenta de que estaba leyendo la prosa de quien iba a convertirse un día en el símbolo de la literatura misma (y también de la más vertiginosa erudición). Y que aquello que pasaba ante sus ojos todas las semanas era una crónica de la literatura de entonces estenografiada momento a momento (y eran los años en los que las novedades en las mesas de las librerías podían llevar los nombres de Kipling, Chesterton, T.S. Eliot, Kafka, Huxley, Döblin, Maugham, Hemingway, Simenon, Valéry, Faulkner, Steinbeck, Wells, Greene, además de numerosos émulos de Ellery Queen, entre los cuales se encontraba el propio Borges). Pero no cabe duda de que algunas de aquellas damas debieron apreciar la ejemplar claridad y concisión del oscuro crítico, y contrastar —si por casualidad abrieron alguno de los libros reseñados— la portentosa precisión de sus juicios. No faltó acaso quien supiera quedarse con un vislumbre de la deliciosa ironía que circula en estas páginas de incuestionable seriedad.
1998
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