Dom 08.07.2007
libros

La voz dorada

› Por Gabriela Esquivada

I. La tierra esmeralda

Hay papeles con su letra alta y resuelta: escritos sobre griego y latín, teoría literaria y lingüística, Horacio y W. V. Quine. Palabras en verde, en negro, en azul, en lápiz, en resaltador: Charlie no tenía una lapicera fetiche. Estos apuntes sueltos, que me sobresaltan con su aparición inesperada dentro de libros, son fragmentarias evidencias de quien él quiso ser. No suena en ellas su voz —he was born with the gift of a golden voice: gracias, Leonard Cohen— como en los ensayos y piezas periodísticas reunidos en Con toda intención (2005). Resuenan, en cambio, sus intimidades literarias: su formación.

Hay apuntes para narraciones desechadas —nacidas muertas, como llama Tomás Eloy Martínez a los libros en los que no se reconoció y por eso no publicó—; borradores para una versión en castellano de un poema de Philip Larkin; fórmulas de lógica simbólica; observaciones sobre arte en un libro de Robert Hughes. Porque Charlie escribía en los márgenes no sólo de cierta hegemonía académica sino también en los márgenes de los libros que leía sin parar. A veces aparece una estrella o un signo de admiración; muchas más, distintos tipos de subrayados.

Su letra llena libretas que reúnen mensajes y números rescatados del contestador telefónico; listas de compras para hacer en el Mercado de San Telmo, aquel anterior a la invasión turística, lleno de reses y frutas y quesos y santerías y pollos y mercerías y vegetales —él hacía las compras, o mejor: no me permitía hacerlas—; temas para artículos a proponer en las redacciones de los suplementos culturales; ideas para sus novelas; fechas, lugares y horas de citas.

El trazo alto y resuelto cruza además algunas páginas de un cuaderno de marca Exito, cien hojas con tapas duras rojas, en el que quedan tres capítulos de La tierra esmeralda, con una tachadura sobre el título —en el origen, la novela se iba a llamar como la de W. H. Hudson, La tierra púrpura—, datos sobre la trama, rasgos de los personajes y dibujos de un territorio imaginario. La tierra esmeralda iba a ser un fantasy —y lo es en los tres capítulos que Charlie tuvo tiempo de escribir— con el cual continuaría su exploración de los géneros —una vez más, cabe la evocación de los márgenes— que había comenzado con el policial (El agua electrizada, 1992), seguido con el relato de aventuras (Un poeta nacional, 1993) y terminado con el terror (El mal menor, 1996). Acaso el fantasy hubiera sido el último género. Acaso no: Charlie alguna vez habló de una saga histórica, que llegó a tener como título de trabajo Hache minúscula y un bosquejo de estructura en cinco partes (1982, 1965, 1955, 1991, 1915).

Detrás del homenaje a Hudson, La tierra esmeralda construye dos mundos. Uno es una ficción realista, parecido al que llamamos nuestro, con sus días y sus noches, sus características geográficas y sus ciudades, su aire y su agua, sus humanos y sus animales, sus guerras y sus lenguas. El otro, el mundo paralelo, que trae a la memoria El señor de los anillos de J. R. R. Tolkien, es el que se ha mostrado en las páginas precedentes: un ámbito de dobles, de misterio, de enfrentamiento entre fuerzas que representan el bien y el mal.

“El elegido” es el capítulo que Charlie corrigió y dio por terminado antes de que fuera internado por última vez debido a la recaída de una leucemia tenaz. Se publica con respeto a su maniática costumbre de no permitir la lectura de su work in progress hasta considerar terminado un texto. Por esa misma razón, no se publican los dos restantes. Tal vez al finalizar la novela lo hubiese revisado por enésima vez: pulía y retocaba con más placer que cuando escribía. Tal vez no. Tanto se ignora de su vida tan breve y urgida que una novela inconclusa es apenas otra pieza perdida del rompecabezas.

II. Charlie

Algunas cosas se conocen. Charlie nació en Rosario el 5 de junio de 1961. Rosario fue accidental: los Feiling debieron escapar de las iras de una ex esposa del padre de Charlie, Geoffrey. El y la madre, Elsa Gleason, lo criaron por medio —literalmente— de una nanny, Aurelia, cuya muerte a mediados de los ‘90, poco antes de la de él, lloró con un dolor que contaba todo sobre su relación con ella.

Charlie se enorgullecía de haber sido el único niño que recibía en Rosario, puntual y clandestinamente, su cajón de botellitas de Coca-Cola. La provincia de Santa Fe no permitía la venta del brebaje porque la empresa se negaba a entregar su fórmula a las autoridades sanitarias. Pero sólo en la publicidad basta una Coca-Cola para ser feliz, y por algún motivo a los cinco años, hablando su mezcla de castellano e inglés, consiguió una canasta, una sartén, dos huevos, una de sus exclusivas botellitas, les sumó una historieta y abandonó el hogar. Lo encontraron al rato, en el Parque España.

Saltó de un colegio a otro, siguiendo los empleos de sus padres docentes: Rosario English School, Belgrano Day School, la Escuela del Sol. Vivió en Buenos Aires desde los siete años, pero pronto debió marchar a Río Santiago: para sus estudios secundarios, sus padres decidieron seguir la tradición de la familia Feiling-Hawkins-Hope. (Su tío bisabuelo fue sir Anthony Hope, autor de El prisionero de Zenda y Ruperto de Hentzau.) De algún modo ajenos al hecho de que vivían en la Argentina y en 1975, y no en la Inglaterra de 1930, lo inscribieron en el Liceo Naval. No concebían algo mejor para un muchachito que una educación militar. Un día dijo a su madre: “Hay cadáveres”. (Tal vez no se lo dijo así, pero Charlie admiraba a Néstor Perlongher, autor de ese verso.) “Se los ve en el río.” Ella y Geoffrey no le creyeron. Años después debieron hacerlo.

La foto de la libreta universitaria muestra a un joven con el pelo hasta los hombros, la mirada triste y la sonrisa poco convincente. Había sobrevivido al Liceo Naval e incluso había logrado llevarse dos amigos a los que amó tanto como a los escritores Fogwill y Luis Chitarroni: José Luis Ruiz, quien se suicidó en 1988, y Luis Naón, compositor de música contemporánea que se expatrió a Francia. En la fila para inscribirse en la carrera de Letras conoció a su primera mujer, María Gabriela Nouzeilles, quien lo acompañó cuando la leucemia lo atacó por primera vez, en 1982. Se separaron a fines de los ‘80, mientras ella comenzaba su carrera académica en los Estados Unidos y él dejaba la investigación en el Conicet y las clases que dictaba en las universidades de Buenos Aires, San Andrés y Nottingham para optar por la literatura.

Escribió tres novelas.
Casi una cuarta.
Un libro de poesía: Amor a Roma.
Dos cuentos y dos mitades de cuento: “No está solo” y “El asesino amenazado”; “En gloria y majestad” y “Lea el pH”.
El esbozo de una “novelita griega”: Todos tus novios.
Casi cuatrocientos ensayos y textos periodísticos, una pequeña parte de los cuales integran Con toda intención.

Tuvo otro amor, quien escribe estas líneas; líneas que completan uno más de los adioses que le dije en estos diez años de ausencia, esta vez para dejarlo ir hacia nuevos y viejos lectores. De esa manera, suele decirse, es como viven los escritores.

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