CLARICE POR CLARICE
La historia es la siguiente: nací en Ucrania, tierra de mis padres. Nací en una aldea llamada Tchechelnik, que no figura en el mapa de tan pequeña e insignificante. Cuando mi madre estaba embarazada de mí, mis padres ya se estaban dirigiendo a Estados Unidos o el Brasil, todavía no lo habían decidido: pararon en Tchechelnik para que yo naciera y siguieron viaje. Llegué a Brasil con sólo dos meses de edad.
Soy brasileña naturalizada cuando, por una cuestión de meses, podría ser brasileña nata. Hice de la lengua portuguesa mi vida interior, y mi pensamiento más íntimo la usé para palabras de amor. Empecé a escribir pequeños cuentos apenas me alfabetizaron, y los escribí en portugués, por supuesto. Me crié en Recife y creo que vivir en el Norte o Nordeste de Brasil es vivir más intensamente y de cerca la verdadera vida brasileña que allá, en el interior, no recibe influencias de costumbres de otros países. Mis creencias las aprendí en Pernambuco, las comidas que más me gustan son pernambucanas. Y con las criadas, aprendí el rico folklore de allí. Recién en la pubertad vine a Río, con mi familia: era la ciudad grande y cosmopolita que, sin embargo, pronto se volvería para mí brasileña-carioca.
En cuanto a mis “r” sordas, estilo francés, que pronuncio cuando hablo y que me dan un aire de extranjera, se trata de un defecto de dicción: simplemente no logro hablar de otro modo. Defecto éste que mi amigo el doctor Pedro Bloch dijo que era facilísimo de corregir y que me haría el favor. Pero soy perezosa, sé de antemano que no haré los ejercicios en casa. Y además mis “r” no me hacen ningún mal. Otro misterio, por lo tanto, dilucidado.
Lo que no será jamás dilucidado es mi destino. Si mi familia hubiera optado por los Estados Unidos, ¿yo habría sido escritora? En inglés, naturalmente, sí lo hubiera sido. Me habría casado probablemente con un americano, tendría hijos americanos. Y mi vida sería por completo otra. ¿Sobre qué escribiría? ¿Qué amaría? ¿De qué partido sería? ¿Qué tipo de amigos tendría? Misterio.
Fui preparada para ser dada a luz de un modo muy bonito. Mi madre ya estaba enferma, y por una superstición muy difundida, se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad. Entonces fui deliberadamente creada: con amor y esperanza. Sólo que no curé a mi madre. Y siento hasta el día de hoy esa carga de culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Como si contasen conmigo en las trincheras de una guerra y yo hubiera desertado. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano y haberlos traicionado en la gran esperanza. Pero yo, yo no me perdono. Querría que simplemente se hubiera cumplido un milagro: nacer y curar a mi madre. Yo no podía confiar a nadie esta especie de soledad del que no pertenece porque, como desertora, tenía el secreto de la fuga que por vergüenza no podía ser conocido.
En otra vida que tuve, a los 15 años, con el primer dinero ganado con mi trabajo, entré orgullosa, porque tenía dinero, a una librería, que me pareció el mundo en el que me gustaría vivir. Hojeé casi todos los libros de los mostradores, leía algunas líneas y pasaba a otro. Y de repente, uno de los libros que abrí contenía frases tan diferentes que me quedé leyéndolo, capturada, allí mismo. Emocionada, yo pensaba: ¡pero este libro soy yo! Y, conteniendo un sentimiento de profunda emoción, lo compré. Después me enteré de que la autora no era anónima, siendo, por el contrario, considerada una de las mejores escritoras de su época: Katherine Mansfield.
Otra vez, en otra vida que tuve, yo era socia de una biblioteca circulante. Sin guía, elegía los libros por el título. Y así fue como un día elegí un libro titulado El lobo estepario, de Hermann Hesse. El título me gustó, pensé que se trataba de un libro de aventuras tipo Jack London.
El libro, que leía cada vez más deslumbrada, era de aventuras, sí, pero otras aventuras. Yo, que ya escribía pequeños cuentos, de los 13 a los 14 años, fui alimentada por Hermann Hesse y empecé a escribir un largo cuento imitándolo: el viaje interior me fascinaba. Había entrado en contacto con la gran literatura.
De niña, y después de adolescente, fui precoz en muchas cosas. Para sentir un ambiente, por ejemplo, para aprehender la atmósfera íntima de una persona. Por otro lado, lejos de la precocidad, me encontraba en increíble atraso en relación con otras cosas importantes. Continúo por lo demás atrasada en muchos terrenos. Nada puedo hacer: parece que hay en mí un lado infantil que no crece más.
Hasta pasados los trece años, por ejemplo, estaba atrasada en lo que los americanos llaman hechos de la vida. Esta expresión se refiere a la relación profunda de amor entre un hombre y una mujer, de la que nacen los hijos. Arreglarme a los once años de edad consistía en lavarme la cara tantas veces hasta que la piel estirada brillase. Yo me sentía lista, entonces. ¿Sería mi ignorancia un modo tonto e inconsciente de mantenerme ingenua para poder seguir, sin culpa, pensando en los varones? Creo que sí. Porque yo siempre supe de cosas que ni yo misma sé que sé.
No me es fácil recordar cómo o por qué escribí un cuento o una novela. Después de que se desprenden de mí, también yo los extraño. No se trata de un trance, pero la concentración al escribir parece quitar la conciencia de lo que no haya sido el escribir propiamente dicho. Alguna cosa, sin embargo, puedo tratar de reconstruir, si es que importa.
Lo que recuerdo del cuento “Feliz cumpleaños”, por ejemplo, es la impresión de una fiesta que no fue diferente de otras de diferentes cumpleaños; pero aquél era un pesado día de verano, y creo que no puse la idea de verano en el cuento. Tuve una impresión, de la que resultaron algunas líneas vagas, anotadas sólo por el gusto y necesidad de profundizar en lo que se siente. Años después, al encontrarme con estas líneas, la historia entera nació, con la rapidez de quien estuviera transcribiendo una escena ya vista. Mucho tiempo después un amigo me preguntó de quién era aquella abuela. Le respondí que era la abuela de los otros. Dos días después la verdadera respuesta me salió espontánea, y con sorpresa: descubrí que la abuela era la mía, y de ella sólo había visto, de niña, un retrato, nada más.
Este texto fue armado con palabras de Clarice Lispector recogidas de los libros Clarice, una vida que se cuenta, de Nádia Battella Gotlib, y de Revelación de un mundo (Adriana Hidalgo, 2007 y 2004, respectivamente), así como de entrevistas y declaraciones varias.
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