Domingo, 23 de diciembre de 2007 | Hoy
Por Daniel Divinsky
Le complacía que lo llamaran así, evocando tocayos galos ilustres, aunque su formación literaria era totalmente anglosajona. Abogado penalista sin ostentación, su pasión por la criminología generó textos perdurables sobre asesinos famosos.
Lo conocí en la librería de Jorge Alvarez, sede también de esa editorial que marcó rumbos en los ‘60, donde había publicado algunas obras.
En 1968, me acercó un original a la casi recién nacida Ediciones de la Flor. Venía avalado por Marechal, de quien habíamos publicado una espléndida antología poética. Don Leopoldo se ofrecía a escribir un prólogo para esa extraña colección de textos, algunos muy breves, en los que la mitología se cruzaba con la ciencia ficción, con eruditas referencias literarias y hasta fundados como podría serlo un alegato jurídico. Era un libro profundamente poético: Historias de monstruos, que se publicó en 1969, con una bellísima tapa ilustrada por la adolescente Renata Schussheim, ya en la plenitud de su mundo de hombrecitos y estrellas.
Estaba dedicado a la sufrida Enriqueta, su tolerante y amada compañera y el prólogo de Marechal concluía: “Bajarlía se nos presenta como un ‘zoólogo’ de la monstruosidad en tanto que ciencia: él ha rastreado en la historia de ayer y en la de hoy las huellas plantales de esas criaturas que ha engendrado el hombre como paradigma de sus ensueños o delirios. Pero (...) además de un erudito en la materia, es un artífice que ha instalado su Museo con la gracia viviente del arte”.
Del entusiasta comentario que le dedicó Alberto Cousté al libro en la ineludible Primera Plana de la época, sólo recuerdo que se refería al autor como una especie de “Borges cimarrón”, cosa que a Bajarlía le encantó.
Su pipa y, por encima, su reluciente calva —protegida siempre por un sombrero: debe haber sido el último escritor argentino en usarlo— aparecieron con frecuencia por la editorial con diversas propuestas, siempre inteligentes, que por uno u otro motivo no se concretaron en libros, hasta que en 1991, postexilio y desexilio de los editores, apareció con una idea imposible de rechazar: la primera biografía de Jacobo Fijman, muerto en 1970, que incluía un análisis exhaustivo de su poesía, y fotos, documentos y poemas inéditos.
El libro se tituló Fijman, poeta entre dos vidas y significó el esclarecimiento del “misterio” de uno de los “locos egregios” de la cultura nacional, completando el rescate que Zito Lema había emprendido desde su mítica revista Talismán, de corta pero intensa vida.
Hace unos años reapareció con un proyecto de libro interesante y “fuera de comercio” como casi todos los suyos: aceptó mi negativa con esa resignada delicadeza que lo identificaba. Sólo me enteré de su muerte cuando su hijo pasó por la editorial a retirar una liquidación de derechos: habría sucedido cuando yo no estaba en Buenos Aires, o los medios no dieron debida cuenta. Muy coherente con la vida de este escritor casi transparente y todavía no valorizado como debería serlo.
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