Domingo, 6 de enero de 2008 | Hoy
Por Rodolfo Edwards
Hace muchos años, cuando encontré la novela Sebastián Dun en una librería de Corrientes, no tenía referencia alguna de su autor, un tal Ricardo Colautti. Miré las primeras hojas de la modesta edición de Sudamericana, examiné la tapa donde giraban y se superponían unos carretes de esos antiquísimos grabadores de cinta abierta, leí un par de líneas, le tuve fe a esa prosa que se mostraba zigzagueante, extraña. También me atrajo la ausencia de texto laudatorio en contratapa y la presencia de un aura de misterio que sentí al elegirlo entre un yuyal de libros que se apilaban sin orden en una batea. Lo leí de un saque, como se deben beber ciertas bebidas duras. Toc-toc, palo y a la bolsa. Al poco tiempo me encontré con La conspiración de los porteros y nuevamente experimenté la sensación de estar leyendo algo absolutamente inusual, incómodo para el listado de cualquier canon. Libros flaquitos pero fibrosos, petisos pero beligerantes, eso ofrecía el tal Colautti. Demasiado realista para los moldes del fantástico, llano para los experimentales y muy delirante para los barras bravas del realismo. Una vez me encontré en una fiesta con uno de sus editores, el mítico Daniel Divinsky, y le conté que un grupo de amigos creíamos firmemente que él era Colautti; inmediatamente me dijo que no, que Colautti existía y que era un abogado medio loco. Aunque ahora le estén adjudicando filiaciones arltianas y otras endemias, yo prefiero seguir conservando la imagen de ese Colautti sui generis que descubrí en una librería de Corrientes. Yo tengo mi propio Colautti y nadie me lo va a quitar. A pesar de su escueta extensión, Sebastián Dun no es una nouvelle, esa falluta palabrita franchuta, que a veces sirve para disfrazar cuentos largos. Sebastián Dun es una novela hecha y derecha que no necesita de la “morosidad del relato”, ni de las descripciones hiperbólicas. Colautti arma escenas condensatorias, las encierra en frasquitos de azafrán, con dos o tres movidas en el tablero de la narración expresa lo que a otros les costaría la redacción de una novela-río. “Me refugié en el Astral. Pasaba todo el día tomando copas y jugando dados en el mostrador. Tenía también un hobby, quemarme al sol, la cara sobre todo. Iba a una plaza y me quedaba sentado horas y horas de cara al sol, o me paraba junto a un árbol y miraba pasar las chicas. El tostado del sol da un aspecto próspero, optimista, aspecto de turista”, dice el protagonista Sebastián Dun confesando una poética que lo acerca a los desclasados que deambulaban la ciudad de Los inútiles de Fellini. En La conspiración de los porteros el infrahéroe Sebastián Dun es testigo de la existencia de unos comandos de porteros organizados para controlar y reprimir a los vecinos de Buenos Aires. Se dividen zonas y barrios, alimentan un aquelarre de sangre y muerte. El portero del edificio de Sebastián Dun tiene una hija que colabora con su padre en intrincadas operaciones: “Por lo menos una vez por semana había reunión de porteros. Iban con sus uniformes de gala. Don Juan me decía: ‘Tengo que arreglar la cabeza de los colegas, las conversaciones que mantengo con ellos son nada más que para eso. Son todas personas muy complicadas, les cuesta ubicarse socialmente, porque, ¿qué son? defensores de la propiedad, custodios del orden, servidores, ¿qué son? todo esto les crea dudas en su difícil profesión’”.
Buenos Aires se ve muy susceptible en las narraciones de Colautti y Sebastián Dun es un Gregorio Samsa porteño, arrastrado por una inercia metonímica fatal y tragicómica. Menos papel y más literatura parece haber sido el lema de Colautti quien se parece mucho a esos jugadores estilo Bochini: aparecen sólo lo necesario, cosa de definir partidos y campeonatos con un leve chasquido de sus dedos y luego acogerse a los beneficios del misterio, guardando el secreto en una caja con miles de cerrojos. Con ese puñado de maravillosas peripecias que conforman Sebastián Dun, La conspiración de los porteros e Imagineta, Colautti abrió y cerró un espacio, cosa reservada para muy pocos.
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