› Por Fernando Baez
Cuando me pregunto a mí mismo dónde ha podido gestarse ese horror que siento ante los libros que han sido destruidos por causas naturales o humanas, recuerdo con tristeza la primera vez que vi un libro deshecho. Yo tenía cuatro o cinco años y vivía en una pobreza digna que me había regalado como único refugio la biblioteca pública de mi pueblo. Mi padre era entonces un abogado honesto, es decir, desempleado, y mi madre, nacida en La Palma de Gran Canaria, debía laborar todo el día en una mercería tejiendo y destejiendo como la mujer de aquel gran viajero que fue Ulises, y esto obligaba a ambos a dejarme en la casa que servía como biblioteca en San Félix, en la Guayana de Venezuela, donde contaba con el apoyo discreto de una tía política viuda, que fue durante un tiempo la estricta secretaria del lugar.
De esta forma, pasaba el día entero bajo la protección indiferente de esta mujer, entre baldas carcomidas por la polilla y decenas de volúmenes. Ahí descubrí el valor de la lectura: supe que debía leer porque no podía no leer. Leía porque cada buena lectura me daba motivos más fuertes para continuar haciéndolo. Leía sin atender a manuales, ficheros, guías, selecciones críticas como las de Harold Bloom, etiquetas de “clásicos”, recomendaciones de fin de semana. Me interesaban demasiado los libros porque eran mis únicos amigos.
No sé si entonces era feliz; al menos sé que cuando hojeaba tan entrañables páginas olvidaba el hambre y la miseria, lo que me salvó del resentimiento o del miedo. Mientras aprendía a leer, desestimaba la soledad tremenda en que me encontraba hora tras hora porque sí y para nada. Como muchos otros niños, aprendí a reconocer el valor de autores como Julio Verne o Emilio Salgari, Homero, Jorge Isaacs, William Shakespeare, Robert Louis Stevenson y me encantaban las imágenes coloridas de un diccionario cuyo nombre no puedo citar hoy, pero que me impactó en su momento porque mostraba la nave espacial que fue a la luna, y se me antojó que yo también podía ser astronauta. Cualquiera que me hubiera visto, con pantalones rotos, camisa remendada y ese peinado fantástico que lograba hacerme la almohada a falta de un peine, sin duda alguna que hubiera reído, pero yo lo creía en serio. Yo creía en lo que decían los libros: yo lloraba cuando veía un grabado donde Don Quijote yacía en su cama moribundo.
La biblioteca era apenas una casa azul con un techo raso de listones de madera de roble sostenidos por unos viejos troncos que de modo incongruente mantenían la estabilidad de unas delgadas láminas de zinc. En su interior, predominaban baldas rotas y estanterías nuevas donde las colecciones parecían dispersas por la exigua luz de las ventanas.
Los cuartos, cerrados con una llave desaparecida sin excusas, o los que estaban abiertos, almacenaban los folletos de los partidos políticos de turno, que en ocasiones servían para las discusiones que realizaba un comité de Acción Democrática inspirado en los textos de Rómulo Betancourt o del olvidado Raúl Leoni. Nada estaba, como era de esperarse, en su sitio, y hubo una época en que yo encontraba los volúmenes después de que mi tía negaba que los tuviera y, ante su regaño, aprendí a disimular con frecuencia y elegancia mi conocimiento.
Mi tía decía que uno debía aprender a tener cierta “falta de ignorancia”, y yo, colmado por el buen sabor de sus comidas, las únicas con las que contaba, no me atreví nunca a corregirla ni a insistir en la necesidad de adquirir un mueble para los ficheros, que hubieran sido agradecidos por todos. O tal vez me equivocaba, pues he notado que el desorden es algo que despierta pasiones inéditas y contribuye a acrecentar el amor por la lectura en muchos.
De cualquier modo, la biblioteca se destruyó durante una inundación del río que paralizó por completo San Félix y redujo a sus pobladores a la condición de refugiados en Ciudad Bolívar, que era y es la capital de mi departamento natal. Cuando llegué hasta donde estaba mi tía, la conseguí con unos cubos, un coleto enteramente en hilachas, una escoba de paja, el vestido mojado, y despotricando contra todo tipo de sucio, pese a que el más grande problema consistía en que los libros se los habían llevado las aguas, y tuve la infeliz visión que luego ha sido una pesadilla de descubrir cómo flotaban en las aguas turbias los restos de un anaquel donde se encontraba todavía un ejemplar de La Celestina que había pertenecido, según la leyenda, a un sacerdote español que enloqueció y murió en los caños del Orinoco, lejos ya en el Delta que exploró el pirata Walter Raleigh en busca de El Dorado, presa de una fiebre persistente que le provocó un amor prohibido.
Todavía no me repongo de esa terrible experiencia, pero aunque pueda ser una paradoja debo admitir que lo que he contado es un humilde testimonio de mi amor por los libros. Tal vez por todo esto no es una casualidad que yo sea ahora, entre otras cosas, un modesto bibliotecario con hondas preocupaciones sociales. Renuncié a la posibilidad de la riqueza; renuncié al poder, renuncié al oportunismo; renuncié a la sumisión; renuncié a la complicidad, y todo esto ocurrió progresivamente en mí porque sabía que los libros me conducirían al compromiso ineludible con la memoria.
Borges advertía que es imposible escuchar hablar de un radio o un televisor sagrado, pero se sabe de libros considerados sagrados: por ejemplo, La Biblia o El Corán. El libro viene a ser para muchas sociedades una manifestación divina de un espíritu superior, como lo pone en evidencia que los hebreos crearon en las sinagogas una habitación llamada Geniza para almacenar los manuscritos o ejemplares con versículos o textos sagrados. Horrorizados por la posibilidad de su destrucción, llegaron a concebir un espacio fantástico en la historia del mundo para enterrar los libros, el primer cementerio de libros, y uno de estos lugares importantes fue la Geniza de El Cairo, que contenía miles de escritos en el alfabeto hebreo.
Para saber lo que importan los libros, basta decir que en 56 túneles de las montañas Chiltan en la comunidad islámica de Quetta, en Pakistán, un grupo de sirvientes se desvive hoy por custodiar un camposanto con 70.000 bolsas que resguardan ejemplares dañados del Corán. Estos depósitos son llamados Jabal-E-Noor-Ul-Quran.
Mi padre tenía razón cuando decía que las bibliotecas son emboscadas contra la impunidad, contra el dogmatismo, contra la manipulación, contra la desinformación, y ha de ser por eso que han incomodado y siguen estorbando tanto a los poderosos, que las destruyen o las arruinan o, lo que es aún peor, las vuelven inaccesibles. Los represores y fascistas temen las bibliotecas porque son trincheras de la memoria, y la memoria es la base de la lucha por la equidad y la democracia. Las elites sienten pánico ante las alternativas que suponen las bibliotecas como centros de formación popular.
Hoy, cuando escribo estas breves líneas conmovido y agradecido por el homenaje organizado por el Comité de Bibliotecarios Desaparecidos de Argentina, escucho que los técnicos insisten en la digitalización de los textos y pretenden convertir a los bibliotecarios en administradores atentos de bases de datos y yo pido humildemente que se socialicen los textos y se dignifique la profesión del bibliotecario. Se invierten grandes cantidades en computadoras y edificios, pero se descuida a esos grandes y humildes hombres y mujeres que semana a semana rescatan el valor de la memoria. Yo me salvé de ser un delincuente o un indigente porque mi pueblo tenía una pequeña biblioteca pública accesible y desarrollé mi imaginación e identidad y estoy seguro de que miles de latinoamericanos han vivido o están viviendo situaciones parecidas. Creo, en resumidas cuentas, que hay que preservar los libros y las bibliotecas, pero sólo porque son el eje de la sed de memoria y el hambre de identidad que une a los pueblos.
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