Dom 30.11.2008
libros

El libro y el pan

› Por Guillermo Saccomanno

Hace unos años el director de cine Juan José Jusid me habló de un conocido suyo que, en un depósito, tenía miles de libros del Centro Editor de América Latina y quería venderlos. Conecté a mi amigo el librero Pepe Roza con Jusid y éste, a su vez, con el dueño del depósito. El depósito quedaba en Pepirí y Perito Moreno. Pepe compró los libros, 200.000 libros sobrevivientes del fuego y la humedad, y los distribuyó en las mesas de oferta de sus librerías a un precio más que accesible. Tal como me lo contó, y le creo, lo hizo porque le parecía que esos libros tenían aún una misión por cumplir. La historia de esos 200.000 libros es la siguiente: los descendientes de Spivacow no asumían su herencia porque esto implicaba admitir la deuda que el editor, Spivacow, había contraído con la Anses. Cuando el dueño del depósito, un hombre mayor, según Pepe, reclamó por el alquiler del depósito, los herederos de Spivacow le respondieron que se cobrara con esos libros. Pepe es uno de esos libreros que ya no quedan. Ama los libros. Defiende la cultura. Cree que un libro puede cambiar el mundo. Y seguramente Pepe se habría llevado bien con Boris Spivacow, a quien admira. Pepe me regaló unos cuantos ejemplares de esas colecciones.

Fue conmovedor volver a esos libros, algunos de los que, durante la dictadura, debí quemar. Ahora estos libros rescatados de un depósito me resignificaban como lector y como escritor. Allí, en esas colecciones, podía rastrear y meditar en la autobiografía intelectual de una generación, la mía. Esa conmoción que me produjo entonces el reencuentro con los libros del CEAL se repite ahora amplificada. También, me doy cuenta, resignifica no ya mi historia sino la triste, dolorosa y fantástica epopeya de una sociedad que fue cruelmente castigada por aspirar a condiciones de vida más justas. Al revisar el impresionante trabajo realizado por Judith Gociol y su equipo, Más libros para más. Colecciones del Centro Editor de América Latina, el efecto es luminoso. En este librazo, a la vez catálogo y documento, información y testimonio, se puede apreciar la labor titánica de Spivacow: 77 colecciones, casi 5000 títulos desde 1966 hasta 1995. Contextualicemos: el CEAL resistió los embates de dos dictaduras. Y ya sabemos lo que esto quiere decir.

Spivacow era un tipo de los que no abundan. Y el equipo que reunió fue de laburantes de la cultura, como los denominaba Aníbal Ford. Los nombres más relevantes de la intelectualidad nacional trabajaron para el CEAL. Es cierto, Spivacow pagaba poco y nada. Más de las veces, nada. Sorteaba los derechos de autor y las cargas sociales de sus colaboradores. Aunque con su personalismo no escatimaba la gauchada cuando la situación lo requería. Los integrantes de su equipo siguieron produciendo aun en la clandestinidad. Una digresión: habría que reflexionar acá en la relación entre la intelectualidad y el dinero. Otros tiempos, se me dirá. Podría pensárselo entonces a Spivacow, con sus arbitrariedades y su ego, como un Victoria Ocampo de izquierda, pero las diferencias entre la ricachona editora con ínfulas y el editor que lo había sido en sus principios de la Editorial Abril de Cesare Civita, Eudeba y finalmente el CEAL, son demasiadas. Lo que la ricachona supo editar, si bien difundió excelente literatura, fue las más de las veces elitista y para el consumo de su círculo de chupamedias elegidos. Una distinción de catálogo, si se quiere, que no es menor: en el catálogo de la Ocampo no hubieran figurado autores que Spivacow incorporaba en el suyo. Spivacow podía editar autores del círculo de la Ocampo, pero la Ocampo no hubiera difundido jamás a los autores de Spivacow, a comunistas y peronistas. Lo que Spivacow publicó, ni más ni menos, fue la mejor literatura, desde los clásicos a las vanguardias, y la puso al alcance de todos. También, la ensayística más diversa: desde la filosofía, el pensamiento científico a la crítica literaria pasando por la literatura infantil, las artes plásticas. Es cierto: en algunos casos el espíritu de la época, signado por la militancia, imperaba en sus publicaciones, inclinando los textos hacia la urgencia política antes que a la profundidad de lo específico. La historia mundial, las revoluciones latinoamericanas, los avances tecnológicos, todo, todo eso tenía su lugar en las publicaciones del CEAL. La venta masiva que alcanzó el CEAL indica no sólo un negocio editorial que fue próspero: también una honestidad intelectual y un compromiso con la creación, como dije antes, de un mundo más justo. Alguien del equipo de Spivacow lo dice en su testimonio: “Todo el trabajo del Centro Editor debería llamarse como una de sus colecciones: Transformaciones”. La consigna de que un libro no podía costar más que un kilo de pan no era idealista sino pragmática. La recepción que tuvo el proyecto lo demostró. Como también demostró que sus ventas reflejaban el estado de conciencia política de la clase media y no sólo, lo que a su vez explica también el ensañamiento y la devastación de la última dictadura. Lo escribí alguna vez y vuelvo a decirlo ahora: 30.000 desaparecidos son también 30.000 intelectuales desaparecidos. ¿O acaso, como dice George Steiner, un intelectual no es un lector dispuesto a subrayar y anotar al margen con un lápiz en la mano?

No hay un solo libro del CEAL que sea una mierda. Y no hay que alarmarse por el empleo de la palabra mierda. Creo que desde este ámbito, la Biblioteca Nacional, se puede decir: mierda. Que es lo que publican en su mayoría las editoriales que dominan librerías y kioscos con una política monopólica. Hace ya un tiempo que participo del Plan de Lectura del Ministerio de Educación. Si una virtud tiene este plan para un escritor es enfrentarlo con la problemática de la lectura en las aulas. Y a formularse, con Angela Pradelli, escritora comprometida con la educación, preguntas duras: ¿cómo puede ser que los estudiantes pasan trece años de sus vidas en las aulas y no aprenden a leer? Alumnos que no leen porque hay docentes que no leen. Coelho sugerido como texto literario pedagógico. También, es cierto, hay muchos docentes que leen y, a fuerza de voluntad, la pelean como pueden. En esta realidad se inscriben las provincias. Recorran las provincias, conversen con los profesores que putean contra la dictadura de las editoriales que imponen sus manuales. Los profesores no pueden ni deben ser ni clientes ni consumidores pasivos. ¿Cómo puede ser que una editorial, es decir, una empresa privada, una multinacional, sea la que dicte los contenidos que debe incorporar el alumnado?

Si una virtud más tiene este librazo es que nos impone replantear la lectura y la educación. Muchos de sus textos siguen hoy teniendo vigencia en las aulas. La experiencia del CEAL nos problematiza. Y la recuperación de este librazo es una herramienta para reflexionar sobre qué país, qué sociedad queremos. Para cerrar, un ejemplo: una artista visual cuenta en este librazo que los libros de la colección de técnicas de artes visuales se incluyen como bibliografía en la cátedra Práctica de Taller de la Carrera de Artes de Filosofía y Letras de la UBA. Esta anécdota quiere decir algo. Que los textos producidos antes de que el marketing se apoderase de la industria editorial siguen formando lectores.

Es importante acordarse de que Spivacow, antes de ser el creador del Centro Editor, había sido el responsable de Eudeba, la Editorial Universitaria de Buenos Aires. Quiero subrayar este dato por una cuestión simple: la experiencia de Spivacow en Eudeba demuestra que el Estado puede producir libros y su experiencia en una empresa editorial privada prueba que no sólo la mierda vende. Que hoy la Biblioteca Nacional de la Nación, es decir, el Estado, publique este librazo es un signo que conviene destacar. Y deben reparar en él tanto quienes les compete la cultura desde el Estado como quienes, desde las editoriales, sostienen que la cultura no es negocio. No soy ingenuo y debo admitirlo: sé que acá hay una contradicción y es pedir que las editoriales no piensen en la caja. Esta clase de reflexiones, reflexiones de clase, lo sé, poco tienen que ver con los intereses de la facturación global de las multis editoriales. Y terminan siempre quedando entre nosotros, los que hoy acá estamos. Es cierto también, este discurso ya fue dicho.

Pero este librazo lo ilumina con una luz que es y no es la misma.

Y viene a replantearnos, conectando el libro con el pan, nuestro rol de intelectuales en un país arrasado.

El 20 de noviembre pasado se presentó en la Biblioteca Nacional “Más libros para más, las colecciones del Centro Editor de América Latina”, un libro de más de 700 páginas con la historia de los libros y los autores de las 77 series lanzadas por el sello. El libro, una auténtica gesta, fue generado por Judith Gociol y un equipo de jóvenes intelectuales (que integran el proyecto de rescates editoriales bautizado con justicia “Alejandría”) respaldado por la Biblioteca Nacional. Incluye un dossier con fotos y documentos junto con los testimonios de una treintena de intelectuales que participaron de la experiencia. El CEAL ofrecía libros “al precio de un kilo de pan”, al decir de su fundador Boris Spivacow. A partir de esta premisa y con la idea de repensar el universo actual del libro, el catálogo se presentó mediante una mesa debate con la participación de Julia Saltzman, Damián Tabarovsky, Alejandro Kaufman, Mariano Plotkin y Guillermo Saccomanno. El texto de Saccomanno aquí publicado fue leído en dicha oportunidad.

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