Dom 24.11.2002
libros

Algunos buenos maestros

Por Richard Yates
Las películas de los años ‘30 deben haber sido, más que ninguna otra influencia, las que me hicieron contraer el hábito de pensar como un escritor. Yo no era un fanático de los libros. Leer un libro era algo tan trabajoso para mí que lo evitaba siempre que podía. Pero tampoco era inculto y práctico. Entonces las películas saciaban una doble necesidad: me daban una cantidad impresionante de material para historias baratas y un buen lugar donde esconderme.
Cuando tenía catorce años, empecé a entregarles a mis profesores cuentos escritos bajo el influjo del cine, para demostrar que podía hacer algo. Pero sólo tres o cuatro años después, la lectura, de ficción y poesía, empezó a desplazar las películas a un rincón oscuro y vergonzoso de mi cabeza. Ahora casi nunca voy al cine y me han oído explicar con orgullo, cuando no a viva voz, que se debe a que las películas son para chicos.
A los veinte, salido del ejército y empachado de Thomas Wolfe, me di una panzada de Ernest Hemingway, que provocó intentos frecuentemente ridículos de hablar y comportarme como los personajes de sus primeros libros. Al mismo tiempo, estaba enganchado con T. S. Eliot, lo que me llevó a una incómoda serie de amaneramientos. Pero El Gran Gatsby de Scott Fitzgerald resultó ser la novela más enriquecedora que leí, de la misma manera en que mi descubrimiento de John Keats, algunos años antes, hizo que la mayoría de los otros poetas ingleses parecieran insignificantes. Como algunos poemas de Keats, la novela de Fitzgerald es una obra corta que gana en alcance a medida que gana intensidad, hasta que el final te deja con una asombrosa revelación del mundo. Y lo mejor de todo para un aprendiz de escritor es que la novela puede verse no sólo como un prodigio de talento sino también como un triunfo de la técnica, sugiriendo al menos la esperanza de que uno podría ser capaz de imaginarse cómo hacerla.
Casi de inmediato, uno puede darse cuenta de lo más importante: en Gatsby, cada línea de diálogo sirve para revelar más de lo que la persona que habla quiso revelar sobre sí. El escritor nunca deja que sus diálogos sean solamente realistas, con gente que intercambia frases chatas, sobrecargadas de información. En cambio, se da tiempo, una y otra vez, para atrapar a todos sus personajes, aunque en forma sutil, en el momento mismo en que se descubren. Esa habilidad se da totalmente concentrada durante la charla en la terrible reunión en el departamento de Myrtle Wilson –reunión que le brinda a Nick Carraway una observación bien merecida, que siempre me impactó como la declaración más elocuente del placer y los problemas de todo escritor: “Pero, alta sobre la ciudad, nuestra hilera de ventanas amarillas tenían que haberle brindado su ración de secretos humanos al observador casual de las calles crepusculares, y yo era un observador también. Yo estaba adentro y afuera, al mismo tiempo encantado y molesto con la interminable variedad de la vida”.
Nunca había entendido a qué se refería Eliot con esa oscura frase de correlato objetivo hasta la escena de Gatsby en donde el siniestro Meyer Wolfshiem, que recién ha sido presentado, enseña sus gemelos y explica que están hechos con los más finos especímenes de molares humanos. ¿Entendido? Entendido. Eliot se refería a eso.
El Gran Gatsby, junto a casi toda la obra de Fitzgerald, fue mi introducción formal en el oficio.
En 1951, la Administración de Veteranos me dio una pensión por incapacidad debida a mi tuberculosis, que mejoraba con rapidez. Así, durante los siguientes dos años y medio, viví en Europa sin otra cosa para hacer que escribir cuentos y tratar de que el último fuera mejor que el anterior. Aprendí muchísimo. Escribir todo el tiempo es algo muy instructivo. Y también supe lo rico que puede ser un lenguaje cuando hay que rastrearlo de memoria.
Algunas revistas compraron tres de esos cuentos antes de mi regreso y hubo cinco ventas más en los años siguientes. Pero de golpe teníaveintinueve, me ganaba la vida como escritor free lance de relaciones públicas (una actividad que no le recomiendo a nadie) y era cada vez más evidente que me convenía escribir muy pronto una novela.
Fue entonces cuando Madame Bovary tomó el mando. Ya la había leído, aunque no la había estudiado como a Gatsby y a otros libros. Ahora me parecía perfectamente adecuada como guía, sino como modelo, para la novela que tomaba forma en mi cabeza. Quería ese tipo de equilibrio y callada resonancia en cada página, ese tipo de presagio mezclado con comedia, ese tipo de destino inexorable en el corazón de una chica romántica y solitaria. Y, claro, todo eso tendría que ser hecho con el tipo de frescura y de gracia de Scott Fitzgerald.
Como muchos otros lectores, siempre me pareció que las primeras setenta páginas de Madame Bovary no son tan buenas como podrían haber sido. Pero desde el momento en que Charles y Emma son invitados al baile, nadie puede detener a Flaubert y la cosa arranca en serio.
Y hablando de correlatos objetivos: cuando Charles encuentra la cigarrera en el camino y más tarde Emma la esconde para usarla como disparador de sus voluptuosas ensoñaciones. Y cuando Rodolphe le envía a Emma la carta de despedida en el fondo de una canasta de damascos y Charles, incauto, la saca de las casillas al plantarle uno debajo de la nariz y decirle qué perfume. Notable.
Otra cosa que siempre me gustó de Gatsby y de Bovary es que en ellas no hay villanos. La fuerza del mal se siente en estas novelas pero nunca se personifica –ninguno de los novelistas quiere hacerla tan fácil. Tom y Daisy Buchanan podrían haber sido culpados por la muerte de Jay Gatsby, pero Fitzgerald nos impide verlo de esa forma, haciendo que Nick diga, en su comentario final, que eran, simplemente, personas descuidadas. Charles Bovary tenía todo el derecho de culpar a Rodolphe por el suicidio de Emma, pero cuando se encuentra con el hombre le dice: No lo culpo, hay que culpar al destino.
Otros escritores sin cuyo trabajo no habría podido escribir ni medio libro decente: Dickens, Tolstoi, Dostoievski, Chejov, Conrad, E.M. Forster, Katherine Mansfield, Sinclair Lewis, Ring Lardner, Dylan Thomas, J.D. Salinger, James Joyce. Sería fácil extender la lista al doble de su magnitud trayéndola hasta hoy, pero he llegado a desconfiar de cualquier lista que suene como el comité de un club privado o como la agitada respuesta para ganar un concurso de popularidad.
El tiempo es todo. Ahora tengo cincuenta y cinco y mi primer nieto va a nacer en junio. Han pasado muchos años desde que era un hombre joven, ni hablar de cuando era un aprendiz de escritor. Pero el ánimo intenso, temeroso y agitado del principiante tarda en irse. Con mi octavo libro recién empezado –y un profundo pesar por las pérdidas de tiempo que le impidieron ser el décimo o el duodécimo– siento que en realidad todavía no empecé. Y me imagino que esta situación más bien absurda va a persistir, para bien o para mal, hasta que se me termine el tiempo.

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