› Por Horacio González
Casullo pensó una condición humana sometida al exilio, siempre fuera de cualquier amparo, sea el país natal, las militancias tranquilas, las lecturas bien programadas, las carreras universitarias o el buen reposo burgués. Y la pensó también como un juego amoroso que nunca debía declarase candorosamente, sino pasado por varias capas de pudor y sarcasmo. Sus novelas exploraron el desenraizamiento, un sentimiento de cierta religiosidad filosófica que expresó no a la manera de Simone Weil –como la necesidad de conquistar un nueva sacralidad obrera–, sino con la lengua de un porteño conmovido y dolorido, que solo soltaba la prenda de su socarronería.
En El frutero de los ojos radiantes, el deslumbramiento con el largo ciclo de una familia inmigratoria no iba a la zaga de la excitación que provocaba un fraseo que alternaba la gravedad y la burla compasiva. Buscaba la forma más compleja en la misma oración largamente ondulada, que se comprimía, se expandía y terminaba en un sollozo o una ironía. No se permitía la ternura sin mordacidad. En La cátedra, un grupo de profesores se desdobla en búsquedas y conversaciones que ocurren en varios planos temporales, donde se mantiene el río caudaloso en que navega el narrador divertido y se ha perfeccionado la anécdota: una sociedad secreta perdida proyecta sus enigmas sobre nuestro presente cultural. Es la presentación de dos mundos, donde lo enigmático deja vestigios sombríos en el mundo visible.
La investigación de lo que ocurre no era diferente de lo que Casullo exponía como su método de escritura. Por un lado, la permanente invasión de objetos culturales que atraviesan los planos de tiempo; por otro lado, la provocación también de un movimiento, que es el brusco derrape desde los elementos de la “alta cultura” universal que se hunden en el coloquialismo más arrastrado en nuestras jergas cotidianas y en los nombres propios más refregados en nuestra lengua. Estos inesperados derrapes, Casullo los manejaba a la perfección y cualquiera podía percibirlo con el solo recurso de conversar con él. De su radicalizado sarcasmo salía el manjar amargo e imaginativo de sus novelas.
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