Domingo, 6 de junio de 2010 | Hoy
Por Jorge Baron Biza
Creo que el límite inferior de la autobiografía está en la lucha contra el chisme y la autocomplacencia. Son los dos peligros básicos que aparecen cuando nos sentamos a escribir sobre nosotros mismos.
Pero vamos a tratar de señalar también el límite superior. La biografía es el instrumento por el cual podemos insertar en la historia nuestras vivencias, de manera tal que –tanto la historia como nuestras propias vivencias– tengan un significado más rico. Es casi uno de los pocos medios que existen para que eso ocurra. Cuando hablamos de vivencias, nos referimos a los recuerdos en los que predomina más la sensación y la emoción que la simple memoria automática.
Ahora bien, ¿qué ocurre cuando escribimos una biografía y sobre todo cuando la publicamos? Sucede lo mismo que con todo libro; aparecen los lectores, que son el otro término fundamental de la biografía. Habitualmente, el pacto autobiográfico entre el escritor y el lector presupone, de parte del lector, el reconocimiento de que es posible escribir autobiografías. ¿Qué quiere decir esto? Presupone que el sujeto se puede conocer a sí mismo, puede expresar ese conocimiento que, además, tiene características especiales y privilegiadas en algunos aspectos. El lector acepta estas bases, estos supuestos, y decide que recibe un conocimiento privilegiado. Precisamente, para verificarlo, asume una actitud de juez; o sea: para saber cuánto dice de verdad este hombre y en qué momento ingresa en los límites inferiores de la autocomplacencia, el chisme o lo no auténtico.
En mi concepto, nada de esto es verdad ni funciona realmente así, si lo analizamos en profundidad.
Empecemos por el escritor. Es un tanto ingenuo creer que si uno escribe un texto sobre uno mismo, ese texto va a ser privilegiado por un conocimiento especial. Pensemos: cuando la gente habla sobre sí misma, habitualmente es cuando más se equivoca. Esa es una experiencia que todos hemos vivido alguna vez, y que sabotea la idea básica de la autobiografía.
Otro de los supuestos que corroen a la autobiografía es la idea de que uno tiene un punto de vista especial sobre los acontecimientos (además de un conocimiento preferencial). Si reflexionamos, no hay autobiografía inmediata. O sea, el escritor no va volcando en el texto los hechos a medida que ocurren, sin ninguna mediación. La vida no es como un torrente que cae sobre un papel y queda ahí plasmada. Hay mediación. Es más, existe la misma mediación que hay en todo conocimiento que tenemos de cualquier cosa o de otra persona. Si me senté ayer a escribir sobre lo que hice hace treinta años, en esa escritura va a estar la mediación de la memoria y lo que yo pueda creer que ocurrió hace treinta años. Entre ayer y hoy también pudo haber una explosión que me conmocionó, pude haberme tomado tres botellas de whisky o haberme enamorado y las perturbaciones que surgieron en mi interior me impiden tener una visión privilegiada de lo que ocurrió ayer, y mucho menos de lo que pasó hace treinta años.
La memoria es selectiva. La memoria es réplica –es embellecedora, también– pero nos tiende enormes traiciones. Así que tampoco creo en el privilegio de la persona que se sienta a escribir una autobiografía. Quizás estoy saboteando a muchos editores, pero verdaderamente creo que es así y mi experiencia así lo indica.
Finalmente, la interpretación que hago de los hechos va a estar también teñida por emociones tanto más intensas cuando son acerca de nosotros mismos que cuando tenemos que interpretar un hecho interno. De manera tal que la autobiografía, como se la concibió en el siglo pasado, sobre todo en la época del positivismo, no se puede sostener.
Entonces, la crítica empezó a buscar hasta qué mínimo podemos llegar a encontrar en la autobiografía algo que sea indudable desde el punto de vista literario. Y se encontró un elemento, una célula mínima que nos da pie para la autobiografía: el nombre. Nuestro nombre es, indudablemente, un elemento autobiográfico no mentiroso. Por lo tanto, hay que empezar a reflexionar sobre cómo funciona con respecto a nosotros.
Un nombre tiene una función intransitiva, digamos así, que es la de nuestra identidad. El nombre va a cubrir lingüísticamente los hechos más o menos conocidos de nuestra vida, las partes físicas –nosotros somos físicamente “esto”– y quizá las consecuencias físicas de nuestras acciones. Va a ser una especie de imán en torno del cual van a girar una suerte de limaduras dispersas que vamos a llamar el yo, lo que nosotros somos.
Pero también hay otra función, que es muy importante, y es transitiva. El nombre va a ser lo que nos va a unir con nuestra muerte y nos va a permitir que después de que muramos sigamos siendo nosotros mismos. En esta función transitiva, precisamente, quiero poner el acento.
Un gran poeta inglés, William Wordsworth, un romántico del siglo XIX, se planteó de igual modo estos temas y encontró que la gran metáfora de la autobiografía –la metáfora esencial y fundante– es la lápida. Trae los hechos fundamentales de nuestra vida: el nombre, el momento del nacimiento, el año de la muerte (el marco temporal), a veces una declaración de afecto, de amor, que también es un elemento clave de la autobiografía.
Reflexionando sobre esta metáfora, un ensayista inglés, Paul de Man –-quien escribió un texto muy interesante titulado La autobiografía como desenmascaramiento–, señala que la lápida tiene dos aspectos: uno abierto al mundo y otro enterrado. El aspecto abierto –esa parte de la lápida que tiene la escritura, que da la cara al sol, que representa los aspectos luminosos de nuestra vida– comunica con una parte enterrada que representa –o que es– la muerte. Esa pieza oculta también es todo aquello que no tiene forma, que permanece en nosotros de manera informe, y que por lo tanto no se puede expresar tan sencillamente, como por ejemplo el sueño o el subconsciente.
En esos aspectos profundos e informes, que nosotros somos y vamos a ser en la muerte, es donde se generan el sueño y el subconsciente y donde aprendemos que somos básicamente contradicción. ¿Por qué ocurre esto? Porque todos los aspectos subterráneos han dejado de lado el tiempo. Tanto el subconsciente, como el sueño y la muerte, son elementos atemporales.
Esto es importante porque lo temporal es lo que nos ordena. El orden de la sucesión es lo que nos da el sentido habitual en nuestra vida, mientras que aquello en lo que no hay tiempo tiende a desordenar nuestro ego y a desconcertarnos. En el subconsciente, ya se sabe, podemos seguir siendo niños, seguir sufriendo una herida de hace treinta o cuarenta años y se pueden seguir enviando pulsiones al consciente y desordenar esa prolija parte de la lápida que está al aire libre y que aparentemente es tan clara como un nombre, como una fecha.
¿Qué sucede con la contradicción? La contradicción profunda y vital, como es en este caso, nos comunica con el infinito. La contradicción fundamental –como la de la muerte, el sueño y el subconsciente– no tiene solución, por lo tanto es eterna. A diferencia de las contradicciones que podemos encontrar en el mundo del sol, nos plantea un diálogo eterno. Esto no quiere decir que sean contradicciones dramáticas. En ellas, sencillamente las cosas se dan fuera del tiempo, eternamente. Y lo que se da afuera del tiempo, contradictoriamente, o sea incomprensiblemente, es la esencia de la espiritualidad. En ese mundo vamos a encontrar nuestra espiritualidad de una manera que no se puede expresar directamente.
Vemos así que la autobiografía es un elemento integrador del ser humano. Y que el auténtico autobiógrafo no debe escribir para elogiarse ni para chismear, sino para salvarse de la muerte. ¿Cómo trata de salvarse? Escribiendo. Sabe o reconoce que gran parte de lo que escribe no se comprende, que él no se presenta como un proyecto cerrado, como un ser que se ha conocido a sí mismo totalmente. Se sabe incompleto e ignorante de muchos aspectos de sí mismo. Se sabe sorprendido por lo que ha hecho, y al mismo tiempo se sabe arrepentido. Porque también en el arrepentimiento está presente todo ese mundo subterráneo que nos desconcierta.
Y así, en ese estado imperfecto, reconociéndose no ya como un ser que sabe todo y lo va a contar desde un punto de vista privilegiado, sino con la humildad del que sabe que no domina, que no se conoce a sí mismo ni nunca va a poder conocerse completamente, se conecta con el mundo subterráneo y desde allí sale a relucir una nueva lápida, que es el texto autobiográfico. Este texto se produce en el mundo del sol y de lo diurno, en el mundo de lo consciente. Pero ahora viene impregnado de todo ese universo profundo de la contradicción, de lo infinito espiritual.
¿Y qué pasa con el texto de la persona que se reconoce incompleta, que sabe que ha fallado y que se arrepiente de muchas cosas que ha hecho? Es un texto necesariamente incompleto. ¿Quién tiene el poder de completarlo? ¿Quién tiene la llave para convertir al autobiógrafo imperfecto que reconoce toda su oscuridad? ¿Quién tiene el poder de recoger eso?
Aquí aparece un tema de importancia en la autobiografía: el lector. Porque es él quien le va a dar la verdadera inmortalidad al autobiógrafo. El lector va a ser el constructor de la realidad de esa vida mediante un arma poderosísima que se llama interpretación. La hermenéutica, la interpretación que hace el lector del texto.
Entonces, esa vida empobrecida por el error, por el desconcierto, por esas fuerzas oscuras que acechan al hombre, florece en centenares y miles de interpretaciones. Y así, el autobiógrafo llega por medio de ese texto al lector, y a través de la multiplicidad llega a lo colectivo; y a través de lo colectivo, quizás también llegue a esa gran concepción del ser humano que es Dios. Tal vez, el hermeneuta final del texto sea la suma de todos esos lectores, y el único que pueda hacer ese balance sea Dios.
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