Dom 18.07.2010
libros

El mundo de lo posible

La historia, tan tajante como visión del pasado, también es el reino de las múltiples posibilidades, de lo que fue y de lo que no.

› Por Marcelo Leonardo Levinas

Para recrear el pasado es inevitable una arbitraria elección de los hechos, así como resulta ineludible una particular selección de información; para esto el autor de novela histórica suele recurrir a un esquema selectivo con elementos propios de la novela policial. Es que, especialmente en este género, el enfoque y el recorte “deciden” qué es “lo que queda”, de forma tal que lo que permanece se convierte, ni más ni menos, en “lo que fue”. Nos dice Vargas Llosa que “al traducirse en lenguaje, al ser contados, los hechos sufren una profunda modificación. Al elegir unos y descartar otros, el novelista privilegia una y asesina otras mil posibilidades o versiones de aquello que describe: esto, entonces, muda de naturaleza. Lo que describe se convierte en lo descrito”. En consecuencia, lo que se desea recuperar del ayer para transformarlo en historia depende de cómo se atiendan y jerarquicen los problemas que, según se supone, definieron el pasado. Así, para establecer una trama es fundamental distinguir entre lo que el escritor presenta como hechos inobjetables y lo que entiende como hechos hipotéticos. En particular, en la novela histórica distinguirlos claramente resulta ineludible y plantea un acuerdo tácito entre el autor y el lector. La verosimilitud del relato basado en hechos aceptados y en una ambientación muy estudiada hace que el escritor mismo experimente la sensación de que su novela prefigura el fiel reflejo de los acontecimientos que se han producido. O sea, uno debe intentar reflejarse en un lector desconfiado aunque finalmente convencido. Generalmente, la novela histórica posee un relator omnisciente que no sólo sabe todo sino que también decide la manera de relatar los hechos de acuerdo con su propia conveniencia. Eso se manifiesta sobre todo en su forma de narrar: el énfasis en el empleo de ciertas palabras, el uso de expresiones categóricas y de anécdotas expuestas de manera verosímil como soportes de la trama, el modo de referir las cuestiones oscuras en la vida, constituyen verdaderas herramientas literarias.

Solemos asociar “ficción” con algo imaginado, pero ¿en qué medida el escritor describe solamente ficciones y el historiador solamente hechos? Un gran suceso histórico puede ser explicado a partir de diferentes reconstrucciones parciales, muchas de ellas imaginadas, que alcanzan un mismo resultado desde una interpretación distinta. El ejemplo literario más estupendo acerca de cómo un mismo acontecimiento puede ser expuesto de manera diferente por sus propios protagonistas se encuentra en el conocido cuento “En el bosque” de Ryunosuke Akutagawa, donde los distintos personajes (que incluyen el espíritu de un muerto), agregando y sacando situaciones, exponen versiones absolutamente divergentes pero compatibles entre sí de un hecho trivial.

Así como reivindicamos la imaginación como elemento fundamental de lo histórico y de lo literario, es posible y legítimo imaginar diferentes razones para los hechos reconocidos como verídicos que agreguen y enriquezcan el argumento de una historia. Este es un juego muy propio de la novela histórica; más aún: ¿no resulta imprescindible? Precisamente, consiste, a mi entender, en priorizar la creatividad en el uso de lo verosímil por encima de una esclerotización de lo verídico. Lo verosímil lo es porque es posible; mientras que lo verídico debe soportar la pesada carga de lo particular, por lo que resulta irrepetible. Esto jerarquiza la flexibilidad argumental de la literatura por sobre la rigidez de la mera crónica. En este sentido, la novela histórica provoca un límite impreciso entre el descubrimiento y la invención. En la novela histórica, a la vez que se descubre, se inventa.

Es que todo lo posible es admisible, es susceptible de historiarse, de ponerse en palabras, de hacerse literatura. Más teniendo en cuenta que partimos de la base de que no tiene sentido ni es factible buscar en las cosas lo que realmente aconteció, dado que todo lo que sabemos está imbuido de la intencionalidad con la que se aprende o se presume: tiene la forma de la creación literaria. La creatividad, en el sentido de crear algo nuevo, es necesaria para reconstruir cualquier historia. Pero debe tenerse en cuenta, también, la creatividad del lector. Quizá sea en este tipo de novelas –en las que se reniega de un pasado admitido y se proponen otros pasados posibles– donde el lector es más activo y hace uso de su propia creatividad. Está en el lector recrear un pasado lleno de intrigas, susceptible de ser interpretado de muchas maneras. El lector asume esa extraordinaria actividad de caminar por la imaginación de la mano del autor, pero con sus propios pies y sus propios ojos, asumiendo todo lo que lo escrito puede ofrecer, para reelaborarlo así en una actitud personal. Quizá ningún otro vehículo como la imaginación que opera durante la lectura tolere un rol tan activo.

Por todo esto, el juego intentado en la novela histórica consiste en trabajar con las imposiciones que ejerce la historia relatada sobre la historia acontecida. Y en esta tarea el escritor puede fracasar y no ser convincente, o puede triunfar logrando que el lector se vuelva cómplice y trabaje con su imaginación y, así, hacer de la historia algo aún más convincente.

Marcelo Leonardo Levinas fue director del departamento de Historia de la UBA. Escribió la novela histórica El último crimen de Colón (Alfaguara, 2001).

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