› Por Luis Chitarroni
Cuando Lecciones de literatura europea se publicó la primera vez en castellano, muchos de los intelectuales argentinos encontraron esta sopa de letras sosa. En plena efervescencia de las grandes imposturas, el didactismo pragmático de VN parecía pueril, insignificante. ¿Cómo comparar estos ejercicios de lectura de renglones sucesivos con las grandes hecatombes farmacopeicas de la diseminación y otras exploraciones? En tiempo de poses, devaneos y desplantes universitarios, el “descubrimiento” era un método o una tentación posible (aunque el más frecuente parecía ser la reiterada calvicie panóptica de Michel Foucault). El trabajo de un escritor con las palabras de otros adquiría el aspecto idealista de un sólido evanescente –especie de hrönir– al lado de impresiones digitales tan delictivas como las que producían luminarias de dedicación exclusiva después de vigilar y castigar, o de encontrar narcóticas tribulaciones entre el capitalismo y la esquizofrenia.
Hay que advertir que los últimos treinta o cuarenta años no han sido despiadados en el combate con los clisés, sino que a menudo han sido sólo obtusos. La frecuentación de la alta filosofía alemana y sus estribaciones en los barrios menos resistentes de Francia invadida dio como resultado una trascendencia metafísica habituada al estruendo ecoico en los grandes salones del Hotel Abismo. Un estruendo con una reputación no menos esponjosa y exasperante: es profundo lo que suena profundo. Y lo que suena profundo combina la prepotencia de los términos abstractos y el aplomo trivial de los aforismos edificantes, un compendio de recursos anquilosados de la sintaxis para imponer la dictadura de la nada. Cierta familiaridad con las dificultades de expresión unidas con el éxito fortuito de algún galimatías profesionalmente obtuso ante personas reverentes debe de haber garantizado la práctica. Lo cierto es que los tiempos no eran propicios para las lecciones de literatura de ningún tipo.
Dictadas en los cincuenta, después de un exilio en Berlín y París que dividió la guerra, las clases de Nabokov destilan algo de la crispada prosperidad de esos años. Hay que pensar en auditorios o elencos de lolitas tanto más atractivas en tanto que el modelo no había sido aún propuesto y en jóvenes de rebeldía apacible, amigos de los amigos que tendría, un proyecto de década después, Bob Dylan. Richard Fariña, por ejemplo, que murió de accidente en la carretera y dejó solo una novela, pero influyó en un discípulo identificado caligráficamente por la mujer de Nabokov: Thomas Pynchon.
Los temas de Lecciones de literatura europea son la conversación literaria obligatoria del siglo XX, que empieza nueve pasos después del diecinueve: Jane Austen, Dickens, Flaubert, Stevenson, Proust, Kafka, Joyce. De cada uno, Nabokov tiene algo que decir ajeno al territorio de las generalidades académicas. Paladea cada uno de los estremecimientos con que revelaron la importancia de un acto trivial o con que acumularon significación a fuerza de cadencias y repeticiones. Nombres y apellidos que se ajustan a las circunstancia de la ficción hasta volverse irremplazables.
Nabokov distribuyó en estas lecturas los énfasis de su temperamento y la debilidad de sus caprichos. Se consagró a la literatura europea en traducciones –Kafka, Proust– con el desdén aristocrático que lo caracterizaba y la avidez de un curioso que puede mostrarles a párvulos y sicofantes los hallazgos y las manías de los predecesores. Sin embargo, no era su asignatura. No era profesor de inglés sino víctima involuntaria de la aptitud docente de una empleada de la casa y la intolerable belleza de sus rodillas. La adquisición de un idioma implica muchas veces esa fruición doble, ese placer en la asimetría. Menos significativo que el valor del idioma inglés en la corte eslava de la pariente de la reina Victoria fue siempre para VN el hecho de que la lengua en la que hablaban sus primeros héroes de la ficción –Watson, Holmes, los pioneros y cowboys de Mayne Reid, los peatones interpolados en las fantasías de H. G. Wells– fuera la de su gobernanta favorita, Rachel Home.
Tal como se encargaría luego de recalcar su adversario más eficaz, su Moriarty privado, una cosa es escribir novelas y otra es enseñar cómo las hacen los otros. Por primera vez en su vida, desde la época en que lo abandonaron los instructores de tenis, VN tuvo que pedir auxilio. Con el consejo de Edmund Wilson aprendió a sumergirse en lo que los estudiantes norteamericanos consideraban “literatura europea”. Era una inmersión menos dolorosa que la que implicaba la conversación con señoras suscriptas al club del libro, con la obra de Hendrik Van Loon en sus pequeñas bibliotecas amenazada por el informe Kinsey. Concedió lo que pudo. Jane Austen, por ejemplo, que contrariaba una concepción homosexual, como reconocía, en la literatura. Terminó admirándola como una doncella: la fiereza del vello eréctil amansada por el talento de Jane para congeniar costumbres y alusiones literarias. Así y todo, ahorraría energía lingüística suficiente para dedicarle el insomnio ideal a la lengua materna en la traducción del Eugene Onegin y declarar la independencia de la única posesión que había atesorado: el tiempo haciendo de funámbulo entre las sílabas únicas de su memoria.
Para los elegidos de sus clases en Wellesley y Cornell le bastaba esa aptitud perceptiva única, el rigor de la ironía y un modo anticuado de resolver problemas que sus maestros del liceo Tenisev de San Petersburgo no le enseñaron de buenas a primeras. Mantengamos el suspenso. Algo raro e indefinido debían de transmitir los mistagogos, sin embargo, algo enseñaron esos esclavos del Zitgeist que estas Lecciones se encargaron luego de revelar. Nabokov habrá tenido que aprenderlo a tientas como su predecesor en la misma institución, Osip Mandelstam, autor de un breve ensayo sobre Dante capaz de iluminarnos todavía.
Esos maestros e instructores habían sido contemporáneos de los agentes secretos del saber literario –los formalistas de Opojaz–, con uno de los cuales, como en un western o en una versión diferida y pacífica de la vida cortesana de Pushkin, Nabokov tendría que batirse a duelo en América. Sí, mantengamos el suspenso. De modo que se consagró a entretener a su audiencia con trucos de magia ensayados y, dado que su balbuceo no hacía gracia, dictándoselos a Vera Slonim. Hay un matiz de humor involuntario en esta ficción trémula que el Gran Maestro ponía en escena; con el paso de los años, nos educa a los lectores en el arte de admirar menos a Vladimir Nabokov y quererlo un poco. En 1997, Galya Diment dio a conocer a un personaje que el autor de Lolita había conocido antes y a quien impuso papel protagónico en la más chejoviana de sus novelas. Se trataba de Marc Szeftel, un exiliado ruso de pasaporte belga, con partes de quien VN compuso, no sin autoflagelarse, Pnin.
Como Pnin, Marc Szeftel era pequeño, pelado, suave; como Pnin, distaba mucho de ser un burro. Nabokov lo había frecuentado, contertulio inevitable, en las reuniones de émigrés de la vida universitaria norteamericana. La timidez, la torpeza física y lingüística de Szeftel, el aspecto que Milton Glaser supo esquematizar para darle identidad gráfica al personaje conmovieron la imperturbable tolerancia de VN ante los espectáculos de la naturaleza visible. Sin embargo, Szeftel era algo más, el agente mediador ante el archienemigo, el moscovita Roman Jakobson, el hombre que hablaba todos los idiomas con acento, al punto de negar para siempre el orificio del origen, a punto de negar esa pasión con que VN iba a olvidar haber perdido una patria para atribuirse la conquista de un siglo. Jakobson estaba esperándolo en el lugar de la emboscada: el duelo a lengua armada por la cátedra de literatura rusa que Nabokov perdió. Y, no obstante, el vencedor magnánimo tenía además para humillarlo palabras de consuelo. “Aun admitiendo que Nabokov es un gran escritor –dicen que dijo una vez–, debemos considerar que no es un elefante el más apto para dictar la cátedra de zoología.” Cualquier criatura de este mundo está dispuesta a un cambio de apariencia; cualquier máscara o pretexto nos disimula: una escafandra, un barbijo, una crisis de identidad. En cambio, no debe de ser fácil la metamorfosis del entomólogo obligado a despertarse como animal relativo, a despecho del escarabajo –estercolero o no– en que –Nabokov nos enseña– se convirtió el Gregor Samsa. Las operaciones con el tiempo y el espacio son, siguen siendo, después de Proust y de Dunne, experimentos. Después de la experiencia universitaria, después de Jakobson, después de Lolita, el renegado Nabokov del exilio tenía que admitir finalmente la derrota, volver a sus lápices 2B, a su atril, a sus fichas. Renunciar a las lecciones, resignarse a la literatura. Volvía así también a preceder a Jakobson y a los formalistas. A integrar, con su amado Bieli, la comitiva admirable de los que precedieron su irrupción en la literatura. A convertirse, con toda la arrogancia del caso, en un precursor de sí mismo.
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