› Por Carlos Gamerro
Fuente de irritación para muchos (sobre todo para los críticos ibéricos que suscriben a la definición del Quijote como Biblia española) y de deleite para muchos más, el Curso sobre el Quijote de Nabokov se ha vuelto una de las lecturas inevitables de esta novela: críticos y lectores pueden aplaudirla o rechazarla, pero no pueden darse el lujo de ignorarla. Nabokov se ha vuelto, como Flaubert (que lo recreó en su Madame Bovary y en Bouvard y Pécuchet), como Dostoievski, que en su príncipe Mishkin hizo realidad el proyecto de don Quijote santo, tantas veces esbozado en la novela de Cervantes, como Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho, como el imaginario Pierre Menard de Borges, uno de los autores del Quijote.
Las lecturas rusas, sobre todo en su etapa soviética, destacaron especialmente el realismo de la novela y el idealismo militante del caballero (basta ver la versión cinematográfica de 1957 de Grigori Kozintsev, donde el caballero salió igualito a Lenin); Nabokov, el último de los grandes aristócratas de la literatura rusa, reacciona contra estas dos idealizaciones caracterizando la novela de Cervantes como un cuento de hadas, una continuación, más que una refutación, de las novelas de caballerías que decía venir a combatir (y está claro que tiene razón: el ímpetu realista de Cervantes tiene muy poco del impulso balzaciano de reflejar la realidad de su tiempo: es un recurso artístico, un mecanismo para resaltar, por contraste, las ilusiones literarias del caballero).
De todas las afirmaciones controvertidas de Nabokov, la más discutida es la que define al Quijote como una “enciclopedia de la crueldad”. Indudablemente, si tanta polvareda levantó, debe haber tocado un punto sensible. Cervantes parece suscribir la idea de que no hay nada más cómico que la mala suerte (qué más gracioso, en este sentido, que su propia desdichada vida) y como el Dios de Job antes que él, y Voltaire después, echa mano sin asco al recurso de hacer reír haciendo llover calamidades sobre un inocente. Nabokov ignora, o prefiere ignorar, el fundamental aporte de su compatriota Mijail Bajtín, que lee Don Quijote en el contexto de la cultura popular y, más precisamente, dentro de la historia de la risa popular (que puede ser cruel, sin duda, pero es también liberadora, cuestionadora de jerarquías y certezas): para Nabokov, el concepto mismo de cultura popular es un oxímoron, su sensibilidad es aristocrática y decimonónica y juzga al Quijote tosco y falto de refinamiento por comparación con modelos como Flaubert –como si el refinamiento de Flaubert no fuera, justamente, un refinamiento del Quijote–. No repara en que el logro de Cervantes es hacer que nos riamos del viejo ridículo y demente, admiremos al justiciero idealista, y sintamos compasión por el buen hombre al que todo le sale mal, todo junto y a un mismo tiempo; esta complejidad de niveles de pensamiento y de sentimiento es –se me ocurre– más elaborada que cualquier refinamiento. La crítica de Nabokov es en esto injusta, pero en su misma injusticia (crueldad, casi) dice más y mejor de la novela que las empalagosas melazas prodigadas por la crítica española habitualmente.
Más celebrado ha sido el capítulo sobre encantadores y encantamientos: los imaginarios de la primera parte, los muy reales de la segunda: los duques que montan complejos espectáculos caballerescos con el propósito declarado de burlarse de don Quijote; el bachiller Sansón Carrasco, que se viste de Caballero de los Espejos primero, de la Blanca Luna después, para ser derrotado y derrotar definitivamente, hacia el final de la novela, al caballero. Más extraño, más inesperado que todos éstos es el que acometió a Cervantes en la vida real: en 1614 un tal Avellaneda publicó una segunda parte de don Quijote antes de que Cervantes hubiera terminado la suya. En un momento memorablemente barroco de su novela, Cervantes hace que sus dos protagonistas se encuentren con un personaje de Avellaneda, quien se aviene a declarar ante escribano público que son falsos el don Quijote y Sancho que él ha conocido en la novela de su creador. Nabokov propone, con la inevitabilidad del escritor que descubre adónde lo llevaban todos los caminos de la novela que está escribiendo, que en la batalla final don Quijote debiera haber luchado no con Sansón Carrasco, sino con el don Quijote de Avellaneda: “¿Quién habría salido vencedor de esta batalla imaginada: el fantástico, el encantador loco genial, o el fraude, el símbolo de la robusta mediocridad? Yo apuesto por el hombre de Avellaneda, porque lo gracioso es que en la vida la mediocridad tiene más fuerza que el genio”. En este momento, más que en ningún otro, Nabokov se vuelve un autor del Quijote: cuando parece comprender, a pesar suyo, el misterio de la risa cervantina.
No podía ser de otra manera, porque él ya había creado, a su manera, su propia versión del caballero manchego. ¿Qué es Humbert Humbert, después de todo, sino un don Quijote que ve en la caprichosa, vulgar, mascadora de chicles, seguramente cubierta de acné y con aparatos, preadolescente Dolores Haze a la inmutable dama de sus sueños, su nínfula platónica, la eterna e incorruptible Lolita?
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