Domingo, 10 de abril de 2011 | Hoy
LA OCASIóN
Por Alan Pauls
Todo es borroso en el origen del héroe. El nombre, la tierra natal, la lengua materna. El que ahora se hace llamar Bianco antes fue Burton, y antes aun Bianco Burton. No mucho más deduce el narrador de esa A que iniciala el nombre del personaje. ¿Andrew? ¿Andrea? Malta, alegado lugar de nacimiento, es un espacio histórico y culturalmente tan mixto, está tan empapado de esoterismo y de sospechas que aclara menos de lo que oscurece, y debe competir, además, con dos rivales de mérito: Inglaterra (escenario de las primeras performances de mentalismo del héroe) y Prusia (su patria de adopción). Italiano, inglés, francés, español: Bianco, ciudadano del mundo, habla muchos idiomas, pero los habla todos con un infalible dejo extranjero. Es como si el acento (cuyo origen, una vez más, resulta inidentificable) no fuera el accidente que afecta el uso del idioma sino el idioma mismo, en verdad el único propio que tiene, del que todas las lenguas que Bianco domina fueran a su vez variantes que elige estratégicamente, en función de coyunturas específicas: viajes, trabajos, necesidades profesionales. En el principio de La ocasión, pues, toda procedencia tiende a desdibujarse en una bruma doble, a la vez remota y deliberada.Como si el origen fuera al mismo tiempo un hecho olvidado en el pasado y un material susceptible de elaboración, de tratamiento o de fraude.
Sin ese fondo brumoso, vagamente apócrifo, sin embargo, Saer jamás podría repetir, desplazándolo apenas con uno de sus toques de hartazgo irónico, el bautismo a la Melville con el que abre el libro: “Llamémoslo nomás Bianco”. Tampoco recortaría con tanta nitidez el acontecimiento que de algún modo pone en marcha la ficción, esa hecatombe que parte en dos la vida de su héroe y pasa a ocupar para siempre el lugar del origen: la maquinación que desenmascara a Bianco en un teatro francés, a sala llena, a mediados del siglo XIX, obligándolo a cajonear por un momento una promisoria carrera internacional de mentalista. Se trata en verdad de un nuevo punto de partida, un segundo arranque, una reinauguración. Todo lo que en el origen de Bianco es indeterminado y turbio (lugar, nombre, circunstancias), adquiere ahora la precisión, el brillo de una pesadilla: cuándo (1857), dónde (un teatro de París), quién (una camarilla de académicos positivistas empeñados en impugnar sus poderes mentales), para qué (restituir, contra la prédica práctica de Bianco, devoto de las facultades de la mente, la primacía de la materia sobre el espíritu).
Sin raíces, “suelto”, siempre en el límite difuso entre el infantilismo de la farsa y la inquietud de la ilegalidad –una franja pícara en la que Saer siempre se movió con una destreza única–, el Bianco europeo tiene mucho de advenedizo, de aventurero y aun de impostor, y ningún tránsfuga de ley se daría el lujo de ignorar las posibilidades de rediseñarse a sí mismo que proporcionan esa clase de catástrofes existenciales. Bianco, de hecho, las aprovecha con una avidez oportuna: renuncia de un día para el otro a su biografía europea y cambia de mundo, viaja y se instala en la Argentina semisalvaje de mediados del siglo XIX, lanzada por entonces a atraer flujos inmigratorios con la promesa de trabajo, tierras fértiles y un enriquecimiento más o menos instantáneo. Mundo nuevo, vida nueva: en esta tierra chata y sin límites, piensa Bianco, podrá financiarse el tiempo y la tranquilidad necesarios para elaborar la refutación de los positivistas que sueña para su rentrée. Sólo que el incidente del complot tiene la violencia, el valor de la efracción de un trauma, y el Bianco que cruza el océano ya es otro. No un impostor (alguien esencialmente infiel, dispuesto a reescribir su propia vida según las circunstancias que se le presenten) sino una víctima: alguien fijado a una coyuntura única –la experiencia traumática– que lo dispara hacia el futuro y lo cambia, pero en cuya órbita está condenado a girar para siempre.
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