› Por Guillermo Saccomanno
En la mañana del 24 de marzo del ‘76, una fecha de memoria lúgubre, Orlando Santiago Balbo, más conocido en todo Neuquén como el Nano, era maestro, educador de la Universidad del Comahue, responsable de experiencias de educación para adultos basándose en las enseñanzas del pedagogo y pensador brasileño Paulo Freire, autor de un clásico: Pedagogía del oprimido. También era en esa mañana colaborador de la diputada Renée Chávez. Mañana siniestra para el Nano: fue secuestrado por un grupo de tareas encabezado por el represor Guglieminetti. Después, brutalmente torturado en la comisaría de Neuquén. En la tortura, golpes y sesiones interminables de picana. Después de unos meses largos en el penal de Neuquén, fue trasladado a Rawson. Tras dos años en Rawson, donde soportó castigos que hielan la sangre, merced a la influencia y los contactos del obispo progresista Jaime de Nevares logró la libertad bajo la condición del exilio. En Roma fue empleado como tutto fare en el Vaticano, integró los grupos que procuraban difundir las atrocidades de la dictadura. El efecto de la picana le había dejado una sordera que se incrementaba paulatinamente. En el grupo de exiliados se encontraba el cineasta Fernando Birri, que una noche le proyectó Los inundados y a la vez le entregó una copia del guión, de modo que, venciendo la audición defectuosa, el Nano pudiera comprender los diálogos. Bajo la protección de Amnesty International, formó parte de un grupo de cien ex prisioneros de dictaduras de todo el mundo y destinado a Copenhague, donde fueron estudiados los efectos de la tortura en estas víctimas. Más tarde, los estudios y análisis continuaron en Londres. En Londres se le acercó un colaborador de Amnesty, un escocés rubio, amistoso, y le regaló un casete que había grabado. El Nano ignoraba quién era el muchacho. Después lo supo. Y supo también quién era Sting, que le consiguió una invitación a un concierto de música clásica en el Covent Garden. En jean y zapatillas, allí estuvo. Sabía que no le quedaban muchas oportunidades de seguir escuchando, aunque atenuado, un concierto.
A su vuelta del exilio, el Nano no aceptó ninguno de los cargos y prebendas que se le ofrecían en democracia, tanto de parte del justicialismo como del gobierno del Movimiento Popular Neuquino. Fue entonces que aceptó la sugerencia de De Nevares y Labrune y, a pesar de esa sordera que iba agravándose, encaró una experiencia educativa en Huncal que años más tarde sería fuente de artículos, tesis y ensayos de especialistas.
Lo primero que tuvo en claro al llegar a Huncal fue que la escuela desprestigiadísima no podía ser el espacio de la educación. En la aventura –porque era una aventura– lo acompañó más tarde una pareja de maestros: Pedro Vanrell y Alejandra Darragueyra. Pedro es en la actualidad el director de la escuela y Alejandra, su colaboradora.
Mientras Pedro se obsesionaba en vencer la aridez y sembrar todo lo que podía, Alejandra les propuso a los chicos una representación teatral de cómo fracasó la escuela. Y los chicos jugaron los roles de aquellos maestros chantas que dieron clase desde la cama o dileaban bolitas por flechas. Pedro y Alejandra tenían, además de la docencia, algo en común con el Nano: Pedro había estado prisionero en un chupadero de la dictadura. Alejandra tenía un hermano desaparecido. Este dato puede no ser menor. Quizá para haber elegido Huncal como escenario de trabajo hacía falta tener un arsenal de dolor y fuerza para enfrentar los obstáculos que la soledad y la inclemencia imponen.
Apenas llegado a Huncal, el Nano se instaló en la cooperativa y dio sus clases en la cooperativa y también en el modesto templo de madera cercano. No se trataba de alfabetizar dogmáticamente. Antes que educar “al soberano”, se fijó en las necesidades del mismo. Es decir, invirtió el mecanismo pedagógico. Lo que los mapuches necesitaban con urgencia era aprender a manejar la cooperativa, volverla modestamente rentable e impedir la acción depredadora de los mercachifles. El Nano pasaba las noches en una bolsa de dormir en el piso de tierra de la cooperativa y más tarde en un tráiler; no aflojó. El “Maestro Nano”, como le decían los mapuches, se convirtió para la gente en un mentor y un referente. ¿Cuál fue el secreto de su éxito?, se pregunta uno. “Si usted quiere ganarse la confianza de nuestra gente –dicen los mapuches–, tiene que hablar con la verdad.” El Nano les fue honesto. En ningún momento intentó mimetizarse demagógicamente con ellos. Desde el vamos les avisó que su estadía en la comunidad tenía fecha de vencimiento: cuando obtuvieran su certificado de estudio primario sus primeros alumnos.
Hasta acá, una parte de su historia. Que me detonó la necesidad de escribir un libro con su historia de vida. No una biografía, una historia de vida, aun sabiendo que todo testimonio comparte elementos de la ficción. Si bien yo tenía el libro casi terminado, me faltaba conocer el terreno donde había trabajado, conocer su gente, respirar el aire crudo y áspero de ese paisaje donde la desolación, para el sujeto urbano, puede oprimir el corazón y derivar en locura.
En septiembre, el Nano me dijo que octubre era una buena época para viajar a Huncal. Mandaría su pequeño auto al mecánico y, tras ajustarlo, haríamos el camino.
De esta forma comienza la crónica de un viaje que no es turístico, ni de intención darwiniana. En todo caso, si se prefiere, la crónica de una proeza educativa que tiene no poco de épica y, por qué no, de aventura literaria.
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