QUEER AS FOLK
Habitaciones, Emma Barrandéguy
Catálogos
Buenos Aires, 2002
220 págs.
Antes, la supervivencia de la cultura estaba garantizada sólo por la relación que entabláramos con nuestros antepasados (de la pedagogía al culto a los muertos). Después, los medios masivos desplazaron (y, en muchos sentidos, aniquilaron) aquella relación por medio de la cual las tradiciones (selectivas) dominaban los procesos de adquisición de conciencia de sí. El pluralismo mediático (y no sólo por una razón económica) impuso la coexistencia de todas las tradiciones, cuyo efecto fue un puro presente que alarmó a historiadores y sociólogos.
Desgarrado de todas las tradiciones, el arte en la edad de los medios se volvió un producto cada vez más impersonal, mejor o peor realizado, pero en todo caso sin demasiadas marcas personales o locales: fue el auge de la literatura internacional y de sus subespecies, igualmente globales (de la “literatura femenina” a la “literatura gay”). Mucho de cálculo y nada de experiencia.
Hoy, cuando asistimos a la irreversible decadencia de los medios masivos como organizadores de la herencia cultural, habrá que volver a pensar qué tipo de relación entablamos con las tradiciones para garantizar la supervivencia de nuestra cultura. No sería extraño que una relación personal con nuestros antepasados vuelva a imponerse como el vínculo con un cúmulo de experiencias, cuyo conocimiento se nos hará necesario para resolver los tormentos de la buena o la mala conciencia.
Punto de partida
Habitaciones es una novela escrita a fines de la década del cincuenta que, a partir del formato carta, expone las relaciones afectivas y sexuales de quien escribe, como una manera de explicarse a sí misma. Todo el libro está dedicado (y las cartas le están destinadas) a Alfredo Weiss, compañía fiel de la narradora (que, sin embargo, estaba casada con otro y supo tener un amante varón y dos amantes mujeres a lo largo de los años y casi en simultaneidad). La narradora es la propia Emma, una escritora de provincias. Alfredo Weiss fue un miembro periférico del grupo Sur, a quien todavía hoy Edgardo Cozarinsky recuerda por su atildamiento tribunalicio en el vestir y su vasta sabiduría libresca. (Hay quienes podrá leer esta novela en su irrealidad. No es mi caso. Por esos ominosos azares de la vida, la viuda de Alfredo, Jessie Weiss, fue mi profesora de inglés a mediados de la década del setenta.)
Escrita con gran soltura, Habitaciones se lee hoy (después de Puig, Aira o Pablo Pérez) como una novela levemente anticuada en la que sorprenden sobre todo su soltura formal, la ausencia total del habitual estreñimiento afectivo de nuestras letras, y un puñado de frases memorables que, más allá de su utilidad para comprender la conciencia de quien habla, sirven para describir la cultura argentina (“Me gusta asar la carne porque así estoy sola”, pág. 100). No cabe aquí discurrir, sin embargo, sobre la calidad de la novela de Emma Barrandéguy, que estuvo esperando más de cuarenta años su publicación. Sí de su importancia.
Tiene razón a medias Diana Bellessi cuando caracteriza a Emma Barrandéguy como una “fuera de lugar” y da la bienvenida a Habitaciones “al fuera del canon”. Bien mirada, Emma estuvo más bien fuera del tiempo: se adelantó como una loca a los imperativos de su época y escribió para la nuestra. Como dice María Moreno: “Escrita mucho antes de que se teorizara sobre las minorías sexuales, Habitaciones puede leerse como algo que está por delante de ellas, en un horizonte más radical”. Memorialista, autobiográfica, utópica, ilustrada, perversa y gorila: todo eso es Habitaciones y, por su misma radicalidad, mucho más: es una experiencia inaudita en el contexto de la literatura argentina de aquellos tiempos.
“Como para mí comienzo es intensidad, demoro la partida” (pág. 97), escribe Emma en el colmo de la histeria. Pero una vez que hubo partido, en tres pasos deja atrás el verso de Alejandra Pizarnik (escrito años después): “Explicar con palabras de este mundo que partió de mí un barco llevándome”.
Utilísima
Y, al mismo tiempo, Habitaciones se integra con el mismo gesto en la serie de la gran literatura argentina para explicarnos cómo fue posible el pasaje (ideológico, estético) de Sur a Manuel Puig, o de Ernesto Sabato a Copi. Habitaciones no es un texto que se piense marginal o maldito. Más bien es un texto que pretende explicar, reordenar el canon (y en ese sentido tiene razón Bellessi: es como la clave de las alegorías medievales, que eran exteriores a aquello que explicaban y de lo que formaban parte). Habitaciones aspira a convertirse en la pieza que faltaba para armar el rompecabezas de las letras argentinas, lo que lo convierte en un texto precioso porque, efectivamente, nos permite comprender mejor nuestra literatura, que durante mucho tiempo pudo confundirse con el vasto sueño misógino de un hombre ciego y cosmopolita.
A Borges se le atribuyó durante mucho tiempo una mala traducción de Die Verwandlung de Kafka (más allá de su verdad, esa atribución tuvo que resultar verosímil porque de otro modo el fraude no habría resultado). Barrandéguy, más radical (o más ingenua) reescribió (en el capítulo “José en tercera”) La metamorfosis, invirtiendo su perspectiva narrativa, para dar cuenta de la conciencia de uno de sus amantes. Tan cosmopolita como Borges, Barrandéguy se apropia de otro modo (un modo no mediado, automático) de sus precursores: “Los marginales traemos embrollos al derecho de propiedad, como dice Sebreli” (pág. 41). Marginal por su apetito sexual y emocional y por su ausencia de culpa kafkiana, Emma no reconoce, sin embargo, los márgenes. Es como quien descosiera un vestido heredado para coserlo de nuevo y arreglar su caída, sus bieses, sus pespuntes, su ruedo, para adaptarlo mejor al propio cuerpo: lo que se dice, hacer de la literatura una experiencia.
Aires de familia
Por supuesto, el texto crea además su propia ecología, bajo la forma de un puñado de nombres de lecturas y de amigos, en definitiva, de condiciones de posibilidad: Barón Biza padre, Valéry, Virginia Woolf, Henry Miller, Murena, Eglé Quiroga (la hija de Horacio), Alfonsina Storni (“Yo estaba dentro del tipo de mujer representado por Alfonsina y todas estas páginas son prueba más que suficiente”, pág. 180), Sara Gallardo (“Eisejuaz soy yo”, dice Emma incurriendo en el salvaje anacronismo dado que la novela de la Gallardo que lleva tal estrambótico título es de 1971).
La más significativa de esas marcas territoriales tiene que ser, sin duda, la de los Botana: Emma, que ha trabajado en el diario Crítica, fue además secretaria personal de Salvadora Onrrubia de Botana en su casa de Olivos. Cuenta entre sus trabajos: “aguantar sus caprichos, beber whisky ayudar a que el nieto coma” (pág. 145). Barrandéguy fue quien le dio de comer al nieto de los Botana, ese que con el tiempo se transformaría en Copi, uno de nuestros más grandes novelistas. Reconstruir una tradición es explicar quién se alimenta de quién (y de quiénes nos alimentamos nosotros). Es una suerte que María Moreno haya sabido escuchar en Emma Barrandéguy y en Habitaciones la voz de esa antepasada que, sin saberlo, echábamos en falta. Ahora se entiende todo mejor: la mesa está servida.
Nota madre
Subnotas
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Habitaciones, Emma Barrandéguy