Domingo, 17 de julio de 2011 | Hoy
El ocupante es una novela social que combina un rigor clásico de posguerra, al mejor estilo de Evelyn Waugh, con un terror de baja intensidad
Por Rodrigo Fresán
Lo primero que oímos y vemos al comenzar a leer El ocupante –quinta y mejor novela hasta la fecha de Sarah Waters– es una voz y una casa. La voz es la del médico rural Faraday. Y la casa es la mansión georgiana Hundreds Hall en Warwickshire, quien conoció mejores tiempos y ahora, año 1947, parece agonizar en cámara lenta, replegándose en sí misma, cerrando sus salones y recámaras, víctima de humedades, racionamientos varios y acosada por la creciente proximidad de viviendas de la clase trabajadora y el abordaje de nuevos ricos jugando al country squire.
Allí dentro –apenas atendidos por una muy joven sirvienta todo-terreno– languidecen también los despojos de la alguna vez aristocrática familia Ayres: una madre que sueña con tiempos mejores, un hijo traumado (cuyo nombre, Roderick, nada es casual, es el mismo de aquel otro noble enloquecido y encerrado de apellido Usher) por el saberse cabeza de un clan decapitado, una hija solterona que apenas se atreve a soñar con salir de allí para no volver, un pobre perro y –last but not least– tal vez un pequeño fantasma.
Y está claro, desde el principio, que Hundreds y sus habitantes y su testigo narrador (quien estuvo allí de niño y siempre lo sintió como en un castillo encantado) están más cerca del susurrado terror psicológico y de las represiones emocionales de clásicos como Otra vuelta de tuerca y La maldición de Hill House que –aunque Stephen King haya sido uno de los grandes y más entusiastas promotores de El ocupante– de la pirotecnia efectista y efectiva de El resplandor. Por lo que resulta admirable el modo en que Waters consigue inquietar mucho al lector con muy poco: un pausado y agobiante ritmo que refleja a la perfección el decadente aislamiento en la campiña apenas quebrado por murmullos en la oscuridad, misteriosas inscripciones en las paredes, y un vaso moviéndose solo.
De ahí el gran mérito de Waters quien –habiendo explorado ya el mundo de los espíritus en Afinidad, ahora por fin sintiéndose libre de la necesidad/obligación de introducir algún motivo lésbico en la trama– no renuncia a motivos clásicos de la fantasmagoría británica con guiños a autores como L. P. Hartley y Oliver Onions, pero enseguida invoca como médium experta al espectro que más le interesa manifestar aquí. Porque –sin dejo alguno de su pericia para el pastiche victoriano que distinguió a El lustre de la perla, la ya mencionada Afinidad y Falsa identidad o propiniendo una narración en reversa como en Ronda nocturna– lo que verdaderamente impresiona de El ocupante es su clacisismo de posguerra. Un tempo dramático y un idioma que la acercan tanto a Graham Greene como a Anthony Powell y Evelyn Waugh a la hora de referirse a un terror terreno pero igualmente inquietante: la lucha de castas, la decadencia del Imperio Británico y el apenas contenido rencor del doctor Faraday: nacido entre sirvientes, frustrado por sus orígenes y su mediocridad y observador ambiguo y no del todo confiable digno de Henry James y Ford Madox Ford y Joseph Conrad y, más cerca de nosotros, Patrick McGrath, Zoë Heller y Kazuo Ishiguro.
En una entrevista, Waters afirmó que su primera intención era “escribir una novela social. Lo de la casa embrujada vino después”. Y queda más que claro. Desde el principio, sospechamos el destino fatal de los Ayres, enfermos por la “infección” de una insaciable casa tomada que los ha tomado, y perseguidos entre pasillos por la memoria hechizada y virósica de una pequeña extraña (The Little Stranger es el título original) pero, también, como explica un colega de Faraday, absorbidos “por algo que se llama gobierno laborista. El problema de los Ayres es que no pueden o no quieren adaptarse, ¿no cree? No me malinterprete: les tengo mucha simpatía. Pero ¿qué queda de una familia como ellos en la Inglaterra de hoy? Como clase, están acabados”.
De este modo, alcanzamos un final donde nada es del todo revelado y que acaso decepcione a más de un fan del escalofrío primario. Allí, el doctor Faraday, regresa una y otra vez, poseído y embrujado, a las recámaras solitarias de Hundreds Hall, convertido en una suerte de espectro vivo. Un hombre enamorado de una casa. Un alma en pena intentando vislumbrar y comprender aquello que –acaso por sus humildes orígenes– nunca entenderá y jamás podrá ver. Alguien seducido –hasta que la muerte lo separe– no por fantasmas en una propiedad ajena sino por las fantasías de su propia e inescapable burbuja inmobiliaria. Así, El ocupante cuenta, apenas velado, en la mirada enfermiza de Faraday, el perturbador descenso a la locura de una dinástica especie en extinción. Una raza que sabiéndose espectral e incorpórea decide –como y definitivo y último recurso y porque ya nadie cree en ella– creer en fantasmas.
Descanse en paz.
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