› Por Natalia Ginzburg
Cualquiera que escriba hoy en día, y sea lo que fuera que escriba –novelas o ensayos o poesía o teatro–, deplora la ausencia o la rareza de la crítica, es decir la ausencia o rareza del juicio crítico, inquebrantable, inexorable y puro. En el deseo de un juicio semejante tal vez se esconde el recuerdo de la fuerza y de la severidad que sobre nuestra infancia proyectaba la figura paterna. Sufrimos por la ausencia de la crítica del mismo modo que en nuestra vida adulta sufrimos por la ausencia de un padre.
Pero se ha extinguido o casi extinguido la extirpe de los críticos, porque se ha extinguido o se está extinguiendo la estirpe de los padres. Huérfanos desde hace tiempo, generamos huérfanos pues hemos sido incapaces de convertirnos nosotros mismo en padres, y así vamos en vano a la búsqueda entre nosotros de aquel del que tenemos profunda sed, una inteligencia inexorable, clara y distinta, que nos examine con distancia y desapego, que nos observe desde lo alto de una ventana, que no baje a mezclarse entre nosotros en el polvo de nuestros patios; una inteligencia que piense en nosotros y no en sí misma, mesurada, implacable y límpida frente a nuestras obras, mesurada, límpida al conocernos y revelarnos lo que somos, inexorable para encontrar y definir nuestros vicios y errores. Pero para albergar entre nosotros una inteligencia de esta clase, deberíamos tener en nuestro espíritu una lucidez y una pureza de las que en la actualidad todos carecemos, y no puede vivir entre nosotros un ser demasiado distinto a nosotros.
Por lo que se refiere a nuestra actitud ante a los críticos –aquellos de los que esperamos, y no obtenemos sino muy raras veces, o casi nunca, un juicio que nos ilumine sobre nosotros mismos, que nos ayude a ser de un modo más intenso aquello que somos y no otra cosa– a menudo es grosera. Solemos esperar de la crítica la benevolencia. La esperamos como algo que se nos debe. Si no la obtenemos, nos sentimos incomprendidos, perseguidos y víctimas de un odio injusto, y estamos de pronto preparados para vislumbrar en los otros algún fin despreciable.
Por supuesto que a un crítico no debería importarle en absoluto nuestro rencor, como no debería importarle en absoluto el rencor de los hijos a un padre sereno, que tuviera una clara conciencia de actuar y de pensar con justicia. Pero los críticos hoy en día son, como los padres de hoy en día, frágiles, nerviosos y sensibles al rencor de los otros, temen perder a los amigos u ofender a los conocidos, su vida social es muy vasta y tan llena de ramificaciones que al ofender a una persona pueden ofender a otras mil; como hoy en día los padres, tienen miedo del odio; tienen miedo de encontrarse diciendo la verdad en una sociedad hostil. O, por el contrario, quieren odio, aspiran a él como un condimento fuerte y esencial en su vida de críticos, desean estar vestidos de odio, como de un uniforme rico y resplandeciente. Y la aspiración al odio, si se luce como una coquetería en sociedad, al igual que el miedo al odio, no puede constituir un terreno estable para la búsqueda y la afirmación de la verdad.
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