› Por Michael Pietsch
En 2006, diez años después de que se publicara La broma infinita de David Foster Wallace, Little, Brown hizo planes para comercializar una edición aniversario de esa novela gloriosa. Se organizaron celebraciones en varias librerías de Nueva York y Los Angeles, pero a medida que se aproximaban los eventos, David empezó a poner reparos a asistir. Yo lo llamé por teléfono para intentar convencerlo. “Ya sabes que si me insistes, iré –me dijo–. Pero, por favor, no me insistas. Estoy metido en algo largo y cuando me separan del trabajo, luego me cuesta volver a meterme.”
“Algo largo” y “una cosa larga” eran los términos que David usaba para hablar de la novela que había estado escribiendo en los años posteriores a La broma infinita. Durante aquellos años publicó bastantes libros: colecciones de relatos en 1999 y 2004, y de ensayos en 1997 y 2005. Pero la cuestión de una nueva novela acechaba, y a David le incomodaba hablar del tema. Una vez en que lo presioné, me contó que trabajar en la nueva novela era como forcejear con plafones de madera de balsa en medio de un vendaval. De vez en cuando me llegaban noticias por su agente literaria, Bonnie Nadell: David estaba yendo a clases de contabilidad como parte de la investigación para su novela. Estaba ambientada en un centro de procesamiento de declaraciones de la renta de la Agencia Tributaria. Yo había tenido el enorme honor de trabajar con David como editor de La broma infinita y había visto los mundos que él había conseguido conjurar a partir de una academia de tenis y un centro de desintoxicación. Supuse que, si alguien era capaz de hacer que los impuestos fueran interesantes, era él.
En el momento de la muerte de David, en septiembre de 2008, yo no había visto ni una palabra de aquella novela, salvo un par de relatos que habían salido publicados en revistas, relatos que no tenían ninguna conexión aparente con la contabilidad ni con los impuestos. En noviembre, Bonnie Nadell se reunió con Karen Green, la viuda de David, para registrar su despacho, un garaje con una ventanita que tenía en su casa de Claremont, California. En la mesa de David, Bonnie encontró un manuscrito pulcramente amontonado con doce capítulos que sumaban unas 250 páginas. En la etiqueta de un disco informático que contenía aquellos capítulos había escrito: “¿Para el adelanto de LB?”. Bonnie había comentado con David la posibilidad de juntar unos cuantos capítulos de su novela y mandarlos a Little, Brown a fin de iniciar las negociaciones para un contrato nuevo y un adelanto de las regalías. Allí había un manuscrito parcial, sin enviar.
Al explorar el despacho de David, Bonnie y Karen encontraron cientos y cientos de páginas de su novela en progreso, designada con el título “El rey pálido”. Discos duros, carpetas de archivador, carpetas de anillos, cuadernos de espiral y disketes que contenían capítulos impresos, fajos de páginas manuscritas, notas y más. Volé a California invitado por ellas y dos días más tarde me volví a casa con un talego verde y dos bolsas de Trader Joe atiborradas de manuscritos. Poco después me llegaba por correo una caja llena de libros que David había usado en su investigación.
Al leer aquel material en los meses posteriores a mi regreso, descubrí una novela asombrosamente completa, creada con esa originalidad y ese humor superabundantes que eran característicos de David. Mientras leía aquellos capítulos sentí un placer inesperado, porque al adentrarme en aquel mundo que David había creado tuve la sensación de encontrarme en su presencia y conseguí olvidarme temporalmente del hecho espantoso de su muerte. Había partes que habían sido pulcramente mecanografiadas y revisadas a lo largo de numerosas versiones. Otras eran simples borradores escritos con la minúscula caligrafía de David. Algunos –entre ellos los capítulos que estaban sobre su mesa de trabajo– habían sido pulidos recientemente. Otros eran mucho más antiguos y contenían líneas argumentales abandonadas o sustituidas. Había notas y falsos comienzos, listas de nombres, ideas para tramas e instrucciones del autor para sí mismo. Todos aquellos materiales estaban maravillosamente vivos y cargados de observaciones; leerlos era lo más parecido a ver su asombrosa mente operando sobre el mundo. Había una libreta encuadernada en piel que todavía estaba cerrada con un rotulador verde dentro, con el que David había escrito hacía poco.
En ningún sitio de aquellas páginas había ningún esquema ni indicación del orden en que David tenía pensado poner aquellos capítulos. Había unas cuantas notas generales sobre la trayectoria de la novela, y a menudo los borradores de los capítulos iban precedidos o seguidos de instrucciones que escribía David para sí mismo y que indicaban de dónde venía un personaje o adónde podía dirigirse. Pero no había una lista de escenas, no había un arranque ni un final decididos, ni tampoco nada que se pudiera considerar un conjunto de instrucciones ni guías para El rey pálido. Al leer y releer aquellos montones de material, me quedó claro pese a todo que David se había adentrado mucho en la novela, creando un lugar nítidamente complejo —el Centro Regional de Examen de la Agencia Tributaria en Peoria, Illinois, en el año 1985— y un notable conjunto de personajes que batallaban contra los demonios descomunales y aterradores de la vida ordinaria.
Karen Green y Bonnie Nadell me pidieron que montara con aquellas páginas la mejor versión de El rey pálido que pudiera encontrar. Hacerlo ha sido el desafío más grande al que me haya enfrentado. Sin embargo, después de leer aquellos borradores y aquellas notas, quería que los que aprecian la obra de David pudieran ver lo que éste había creado; que tuvieran la oportunidad de echar un vistazo más a esa mente extraordinaria. Aunque no se trata en ninguna medida de una obra terminada, El rey pálido me pareció tan profunda y valiente como el resto de la obra de David. Trabajar en ella ha sido el mejor acto de homenaje que he podido llevar a cabo.
Al montar este libro he seguido las pistas internas que me daban los capítulos y las notas de David. No ha sido una tarea fácil: hasta un capítulo que parecía ser el punto de partida obvio de la novela se revela en una nota a pie de página, y luego todavía de forma más directa en una versión anterior del capítulo, que tiene que ir bastante avanzada la novela. Otra nota del mismo capítulo comenta que la novela está llena de “cambios de punto de vista, fragmentación estructural e incongruencias descabelladas”. Muchos de los capítulos, sin embargo, revelaban una narración central que seguía una cronología bastante lineal. En dicha trama, varios personajes llegan al Centro Regional de Examen de Peoria el mismo día de 1985. Pasan por una orientación, entran a trabajar allí y conocen el vasto mundo del procesamiento de las declaraciones de la renta en la Agencia Tributaria. Dichos capítulos y dichos personajes recurrentes forman una secuencia evidente que constituye la columna vertebral de la novela.
Otros capítulos son independientes y no forman parte de ninguna cronología. Colocar esas secciones autónomas ha sido la parte más difícil de la edición de El rey pálido. Mientras leía se hizo evidente que David planeaba que la novela tuviera una estructura afín a la de La broma infinita, con largos pasajes de información aparentemente inconexa que se le presenta al lector antes de que empiece a aparecer una trama principal coherente. En varias notas para sí mismo, David decía que la novela era “como un tornado” o que producía “sensación de tornado”, lo cual sugería la idea de lanzar partes de la historia hacia el lector como un torbellino a alta velocidad. La mayor parte de los capítulos no cronológicos tienen que ver con la vida cotidiana del Centro Regional de Examen, con las prácticas y los conocimientos de Agencia Tributaria y con ideas sobre el aburrimiento, la repetición y la familiaridad. Algunas son historias procedentes de una serie de infancias poco habituales y difíciles, cuyo significado se va aclarando de forma gradual. Mi meta al ordenar esas secuencias fue colocarlas de tal manera que la información que contienen entrara en los momentos oportunos para apoyar la línea argumental cronológica. En algunos casos, la colocación era esencial para el desarrollo de la historia; en otros era una cuestión de ritmo y de tono anímico, como por ejemplo la colocación de capítulos cómicos breves en medio de otros largos y serios.
La historia central de la novela no tiene un final claro, y hay una cuestión que surge de forma inevitable: ¿cómo de inconclusa está la novela? ¿Cuánto más material podría haber habido? Esto es imposible de saber, dada la ausencia de un esquema detallado que proyecte las escenas y los relatos que todavía estaban por escribir. Entre las páginas del manuscrito de David hay notas que sugieren que no tenía intención de que la novela tuviera una trama sustancial más allá de los capítulos aquí presentes. Una nota dice que la novela es “una serie de situaciones organizadas para que pasen cosas, pero en realidad nunca pasa nada”. Otra señala que hay tres “grandes mandamases... pero no los vemos nunca, solamente a sus ayudantes y sus portavoces”. Y otra más sugiere que durante toda la novela “algo grande amenaza con suceder, pero nunca llega a suceder”. Estas líneas podrían reafirmar la posibilidad de que la falta aparente de conclusión de la novela fuera de hecho intencionada. David terminó su primera novela en medio de una línea de diálogo y la segunda habiendo tratado grandes cuestiones de la trama de forma apenas tangencial. Uno de los personajes de El rey pálido describe una obra de teatro que ha escrito, en la que hay un hombre sentado a una mesa, trabajando en silencio, hasta que el público se marcha, y en ese momento arranca la acción de la obra. Sin embargo, continúa, “nunca pude decir cuál era la acción, si es que había alguna”. En la sección titulada “Notas y acotaciones”, al final del libro, he seleccionado algunas de las notas de David sobre los personajes y la historia. Esas notas y líneas sacadas del texto sugieren ideas sobre la dirección y forma de la novela, pero ninguna de ellas me da la impresión de ser definitiva. Creo que David todavía estaba explorando el mundo que había creado y todavía no le había dado una forma definitiva.
Las páginas del manuscrito se han editado muy poco. Una de las metas era unificar los nombres de los personajes (David inventaba nombres nuevos constantemente) y hacer que los toponímicos, los cargos profesionales y otros datos por el estilo concordaran a lo largo del libro. Otro era corregir todo lo que fueran obviamente errores gramaticales y repeticiones de palabras. Algunos capítulos del manuscrito estaban designados como “borradores cero” o “improvisaciones”, que eran los términos que usaba David para referirse a los primeros bocetos, e incluían notas del estilo “dejar en el 50 por ciento en el próximo borrador”. He llevado a cabo cortes de vez en cuando por cuestiones de sentido o de ritmo, o bien para encontrar un punto de conclusión de algún capítulo que se alargaba sin final. Mi intención general a la hora de ordenar y editar ha sido eliminar todas aquellas distracciones y confusiones no intencionadas, a fin de ayudar a los lectores a concentrarse en las enormes cuestiones que David quería sacar a colación, así como hacer que la historia y los personajes resultaran tan comprensibles como fuera posible. Los borradores originales completos de estos capítulos junto con todo el montón de materiales del que se ha extraído esta novela serán puestos a disposición del público en el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, que alberga todos los documentos de David Foster Wallace.
David era un perfeccionista de primer orden, y no hay duda de que El rey pálido sería un libro totalmente distinto de haber sobrevivido él para terminarlo. A lo largo de estos capítulos se repite toda una serie de palabras e imágenes que estoy seguro de que él habrá revisado: las expresiones “chascarrillo” y “apretar las clavijas”, por ejemplo, probablemente no se habrían repetido tan a menudo. Hay por lo menos dos personajes que tienen una marioneta de un doberman. Estas, junto con docenas de otras repeticiones y descuidos propios de borradores, se habrían corregido y afinado de haber seguido David escribiendo El rey pálido. Pero no fue así. Al presentárseme la elección entre hacer que este texto provisional estuviera disponible en forma de libro y colocarlo en una biblioteca donde sólo los académicos lo pudieran leer y comentar, no lo dudé ni un segundo. Hasta inconclusa, se trata de una obra brillante, una exploración de algunos de los desafíos más profundos de la vida y una empresa de un atrevimiento artístico extraordinario. David se propuso escribir una novela sobre algunos de los temas más difíciles que existen –la tristeza y el aburrimiento– y hacer que esa exploración fuera nada menos que dramática, divertida y profundamente conmovedora. Todo el mundo que trabajó con David sabe muy bien cómo se resistía a dejar ver al mundo una obra que no estuviera pulida según sus estándares de exigencia. Pero lo que tenemos es una novela inconclusa, y ¿cómo podemos no mirar? David, por desgracia, no está aquí para impedir que la leamos, ni para perdonarnos por querer hacerlo.
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