Domingo, 9 de diciembre de 2012 | Hoy
Por Fernando Krapp
Dicen las sagradas escrituras anónimas que cuando un joven escritor oriundo de Indianápolis, con dudosos conocimientos en química, sobreviviente de la masacre de Dresden aunque de apellido alemán, estudiante de antropología sin título, tuvo que enfrentarse al mercado laboral, se dio cuenta que escribiendo historias podía hacer una diferencia como para salir del paso. Así fue como Kurt Vonnegut empezó a escribir sus famosas short stories en acorralados formatos por las exigencias editoriales de las revistas literarias que por algún entonces supieron tener público. Esos cuentos, muchos de ellos publicados en los años ’50, antes inaccesibles para nosotros, llegaron agrupados primero el año pasado en Mire al pajarito, y ahora en otro volumen titulado Mientras los mortales duermen, en ambos casos cortesía de la editorial Sexto Piso.
Como todos los cuentos prematuros de cualquier escritor, el libro tiene los componentes estilísticos necesarios que Vonnegut habría de explorar y reexplorar en su obra posterior, aunque sin dos grandes focos temáticos; su visión sobre la ciencia ficción como herramienta y no como meta y las múltiples consecuencias que su experiencia como soldado en la Segunda Guerra tuvieron en su escritura. Hay en estos cuentos un esforzado intento por ser más un Señor Escritor como los modelos clásicos impuestos a los escritores de post guerra norteamericanos, es decir como un Scott Fitzgerald o un Sloan Wilson. Los personajes que habitan estos sin embargo notables relatos son narrados con una distancia crítica que apunta a marcar las incipientes falencias del sistema capitalista de los ‘50 en pleno auge. Estos personajes no despiertan la empatía habitual en Vonnegut y su objetivo está más puesto en el juego de trampas moral que en la literatura (lugar al que volvería hacia el final de su vida de manera mucho más ácida y despiadada). Obviamente, el joven Kurt se sale un poco con la suya. En “Jenny”, por ejemplo, primer cuento del libro y el más Vonnegut de todos, un científico recorre Estados Unidos con su novia heladera que habla y se mueve. En “Dinero habla” una herencia hace que una pareja se saque las viejas y queridas miserias gracias a la economía doméstica. Vonnegut también hace de las suyas en adelantarse perceptivamente en el tiempo, y como en la forma multimedial que anunció Internet, hizo llorar de envidia a los posmodernos y logró la culminación de su estilo híbrido y autorreferencial en su novela más famosa Matadero-Cinco, en algunos de estos cuentos embrionarios también se adelanta al futuro al observar el presente y acentúa, de manera grotesca, aspectos que hoy nos resultan más que familiares: como en un cuento donde un hombre horrible y deforme se escribe muchas cartas con diversas mujeres para poder inventarse vidas paralelas y apalear un poco la soledad de su existencia.
De a poco, con el correr de los años, entrado ya en su década dorada, los ’60 de Vonnegut, con tres novelas a cuestas, el escritor se aparta de una forma más “clásica” de observar y escribir sobre la realidad, para realizar sus ya famosos experimentos formales apoyados en su inconfundible estilo narrativo que no cae en desmedro de la historia. En el año 1963 entonces, Vonnegut publica Cuna de Gato, reeditada ahora por La Bestia Equilátera: hoy, en lugar de sentirla como una novela del pasado, la vemos llegar como un mensaje perdido del futuro. Cuando la abrimos no solo tenemos la tesis de graduación en antropología más extraña que se haya escrito (la universidad de Chicago la aceptó honrosa de manos de Vonnegut famoso, cuando años antes le había rechazado su verdadera tesis de corte y confección académica) sino que lo primero que experimentamos es: cómo se extrañaban los comienzos de las novelas de Kurt Vonnegut, comienzos que dicen más o menos así: “Pueden ustedes llamarme Jonas. Mis padres me llamaron así, o casi. Me llamaron John”.
Kurt Vonnegut suele ser comparado con Mark Twain y con justa razón. Ambos compartieron, además de un enrulado bigote (algo que a Vonnegut no le gustaba mucho comparar, ya que según él ese bigote era una herencia de su tío), el gusto refinado por la cultura popular y cierto humor por momentos elegante, por momentos payasesco (no por nada su novela más autobiográfica se llama Slapstick). Pero ese comienzo remite más que al padre de Tom Saywer y de la literatura norteamericana, al otro padre, y al comienzo de Moby Dick, de Herman Melville. Porque así como el tranquilo de Ismael se suma a la locura de Ahab por buscarle un sentido metafísico a la gran ballena blanca, John o Jonás hace lo suyo con la bomba atómica. John es un escritor que quiere escribir una (gran) novela sobre la bomba y su hipotético inventor: el doctor Hoennikker, un científico insólito a la Kubrick que tras recibir el Premio Nobel dio un escueto discurso: “Cualquier cosa puede llamar mi atención y atraer mi curiosidad. Soy un hombre feliz. Muchas gracias”. John, para hacer su trabajo de investigación, le escribe al hijo del científico, Newt, un hombrecito casi enano que lo envuelve en la trama familiar. Así John se entera de que el doctor Hoennikker pasó una temporada en una desconocida isla de las Antillas donde se convirtió en una especie de Mesías. John, o Jonás, sigue los hilos que hilvanan la cuna del gato e inicia así un viaje por las Antillas de náufrago, en el sentido bíblico del término, que lo depositará en San Lorenzo.
El año de publicación es significativo; Cuna de Gato puede leerse como una contrapartida a uno de los fracasos bélicos más estrepitosos de Estados Unidos: la invasión a Bahía los Cochinos en el año 1961. Evento que puso en el foco del imaginario norteamericano la inminencia del desastre nuclear y la idea paranoica de que en Latinoamérica se estaban gestando ideas raras. En San Lorenzo, la nación más pobre del planeta, existe una religión basada en la nada misma que pregona la libertad sexual y la contradicción andante de las ideas: el bokononismo. Ahí, a merced de un amor alocado, obnubilado por una lengua extraña mezcla de creole y de inglés, John llega al mayor descubrimiento de la humanidad, después de la bomba atómica, cortesía también del doctor Hoennikker: el Hielo 9. Un líquido que a temperatura ambiente se solidifica y solidifica todo lo líquido que toca. Vonnegut parece decir, invirtiendo la lógica ideada por Marx: todo lo líquido que toca un norteamericano se vuelve sólido, se vuelve cosa, se vuelve mercancía. Algo que de alguna manera vonnegutiana puede lograr la destrucción del planeta, en apenas 127 capítulos desarrollados en unas doscientas páginas.
El nombre deseado por John obviamente también tiene un sentido bíblico: Jonás fue el quinto profeta, el rebelde que marca los límites de Israel, el tipo que se queda dormido en la parte más oscura de un barco y que por esa misma razón genera la ira de Dios. Jonás asume su error y lo tiran por la borda, al caer al agua, es engullido como alimento balanceado por un gran pez y termina siendo vomitado por él. John tiene mucho de ese vómito, y de alguna manera lo tiene también Vonnegut: un escritor famoso que supo reírse de las clásicas novelas de guerra y mezclarlas con la ciencia ficción, para ser también denostado por payaso y poco serio (Vonnegut se reiría y lloraría sobre eso en sus propias novelas). La sorpresiva reedición en distintos puntos del planeta es un acontecimiento importante que el propio Vonnegut no habría solemnizado, ya que él mismo señalaba en sus cursos de escritura de Iowa: no te tomes nada demasiado en serio. De todos modos, esperemos que las editoriales que tuvieron esta iniciativa sí se lo tomen en serio, y nos dejen a nosotros los lectores complacidos por semejante golpe de suerte.
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