Dom 30.12.2012
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> UN FRAGMENTO DEL LIBRO: CóMO EMPEZó EL ROMANCE DEL SEñOR Y LA SEñORA CONRAD

La mujer del capitán

› Por Jessie Conrad

Mis primeros encuentros con Joseph Conrad, que tuvieron lugar entre sus dos últimos viajes como primer oficial del buque Torrens, fueron de lo más casuales y estoy segura de que debieron tener poca trascendencia para él, que los consideraría tan sólo un par de ratos agradables. Un amigo suyo nos presentó de manera fortuita, pero para mí conocerle supuso una experiencia memorable. Joseph Conrad era un hombre de una singularidad muy notable, debida a su extravagancia casi oriental, tanto en los gestos como en el habla. Era el primer extranjero al que yo conocía y es probable que, dadas mi juventud y mi ignorancia, él me juzgara una persona tosca y algo simplona. En aquel entonces, los quince años que separaban su nacimiento del mío parecían mucho tiempo.

La ceremoniosa educación y la exagerada cortesía de Joseph Conrad, tan características en él, me dejaron completamente asombrada, porque nunca había visto nada igual. A lo largo de los años le vi producir el mismo efecto, una y otra vez, en numerosas personas, de modo que mi desconcierto inicial parece comprensible. Por un lado, tratarle me suscitaba un injustificado sentimiento de importancia que se entremezclaba, curiosamente, con una perplejidad que me hacía perder mi habitual descaro. De hecho, esa tranquila placidez de mi carácter resultó ser la base sobre la que se cimentaría nuestro futuro entendimiento. Desde el comienzo contemplé con interés el desarrollo de la camaradería entre Joseph Conrad y sus dos amigos más íntimos. De ambos hombres tal vez el alemán tuviera una mayor sensibilidad, pero eran tres amigos incondicionales que suplían el entendimiento que les pudiera faltar con la intensidad de su afecto.

Fue a finales de 1893 cuando se inició mi relación con Joseph Conrad y aquellos dos amigos magníficos que, en compañía de sus esposas y familias, me acogieron con tanta simpatía y comprensión. En 1894 nuestra amistad se reanudó y he de confesar que por parte de aquella desconocida que era yo existía el mismo interés. De vez en cuando algún amigo común me daba noticias de él, pero durante mucho tiempo había tratado por casualidad durante unas horas, sin esperanza alguna de volver a verlo en breve.

A decir verdad, después de habernos conocido supe que había hecho dos viajes cortos, de modo que pudo haberme olvidado por completo. Entonces, un buen día, cuando ya daba por hecho que aquello no era más que una amistad pasajera, llegó a casa una preciosa caja de flores a mi nombre. La letra del sobre me era desconocida. Intrigada y nerviosa, saqué la pequeña tarjeta de visita que había debajo del ramo. Konrad Korzeniowski, un nombre completamente desconocido. En el dorso del cartoncillo leí unas líneas, escritas en letra apretada, expresando el deseo del remitente de venir a saludarnos a mi madre y a mí con ocasión de su siguiente visita a Londres.

No tenía la menor idea de quién podía ser, hasta que recordé haber oído decir la señora Hope que ese capitán Conrad a quien había conocido era un extranjero y de pronto me vino a la cabeza la imagen de las iniciales K. K. grabadas en dorado en la copa de su sombrero.

Aquella curiosa costumbre de firmar sus cartas indistintamente como Konrad Korzeniowski o Joseph Conrad, e incluso con una tercera y cuarta variante, la mantuvo durante toda su vida. Con el tiempo me acostumbraría a ello, obviamente, pero en un principio me tenía francamente intrigada.

Antes de que se produjera su anunciada visita pasaron muchas semanas que se convirtieron en meses. De hecho, pasaría un año entero antes de verlo por segunda vez. Varias personas me contaron que su estancia en Londres se había visto súbitamente interrumpida por el inesperado aviso de que su tío Thaddeus Bobrowski estaba postrado en su lecho de muerte. Esta visita a su país natal quedaría olvidada, pues cuando fuimos a Polonia en 1914, me aseguró que llevaba cuarenta años sin viajar allí.

Dando por hecho que había olvidado venir a vernos, rogué encarecidamente a los miembros de mi familia que no sacaran a relucir el asunto, ya que su despiste me había ofendido más de lo que parecía. Pero un sábado a primera hora de la tarde estaba yo cosiendo en la sala, mirando con tristeza los entierros que avanzaban en fila hacia el enorme cementerio del fondo de la calle, cuando oí el alegre campanilleo de un cabriolé. Recibir una visita en un coche era un poco común a aquella hora en una calle convencional como la nuestra, flanqueada a ambos lados por casas discretas, cuyos inquilinos vivían, e incluso morían, a decir verdad, respetando fielmente las normas establecidas. Dejando caer la costura sobre mi regazo, estiré el cuello para ver mejor el extraño suceso que estaba teniendo lugar.

Con verdadera curiosidad, contemplé el enorme caballo bayo que tiraba del coche, trotando lentamente de un extremo a otro de la calle. Entonces vi levantarse la trampilla del cabriolé, cuyo cliente dio una orden en tono impaciente. El cochero tiró bruscamente de las riendas, haciendo parar al animal justo delante de nuestra casa y casi sin esperar a que el vehículo se detuviera, un personaje impecablemente vestido se apeó de un salto. El movimiento de los hombros me resultó familiar mientras contemplaba absorta al hombre que avanzaba veloz por el largo camino de la entrada, ascendiendo igual de deprisa los empinados escalones de piedra que llevaban a la puerta de casa. Joseph Conrad, al fin. En aquel momento, mientras se aproximaba a toda velocidad, decidí que le iba a llamar capitán Conrad, ya que Konrad Korzeniowski me parecía un nombre imposible de pronunciar.

Recuerdo haber pensado al mirarle que sus rápidos movimientos parecían obedecer a un motivo subyacente, a algo claro y definitivo. Alcancé la puerta sin darle tiempo a llamar al timbre; cuando apareció mi madre ya había recuperado la ecuanimidad que me permitió hacer la ceremonia de la presentación sin mostrar una agitación indebida. Logré disimular mi sorpresa ante su repentina aparición y secundar con entusiasmo la sugerencia de llevarnos a las dos a cenar fuera esa noche. Mi madre me hizo sonreír al hacerse de rogar cuando él prácticamente la obligaba a aceptar su invitación. Fuimos a Overtons, cerca de Victoria Station, un restaurante destinado a presenciar cada etapa de nuestra posterior relación. Pese al tiempo que ha pasado, es un lugar que aún me trae gratos recuerdos.

Aquella primera noche, tras un intervalo tan largo, apenas se me ocurría nada que decir. En cuanto a mi madre, estaba apabullada por lo precipitado que era todo. Yo sospechaba que la cena estaba encargada desde la primera hora del día, incluso antes de que Joseph Conrad nos hiciera su prometida visita, pero a mi madre, que no le conocía de nada, la tenía verdaderamente desconcertada. Sin embargo, aseguró haberlo pasado bien, cosa que me costó creer. En todo caso, le agradecía que no delatara su extrañeza con algún comentario, cosa que me habría incomodado.

Aquélla fue la primera de las muchas agradables ocasiones que Joseph Conrad y yo pasamos juntos. Mi hermana menor, dotada de un tacto y una discreción sorprendentes a sus trece años, nos serviría de carabina voluntaria en las posteriores correrías. Su juventud le impedía ser exigente y su generosidad le permitía perdonarnos el poco caso que le prestábamos en algunas ocasiones. El extraño e impetuoso extranjero le tomó un gran cariño a mi hermana pequeña, cuya madura sensatez recordaríamos siempre con agradecimiento. La buena de “Ethelinda”, como la llamaba el hombre que se acabaría convirtiendo en su cariñoso cuñado.

Poco después recibiría un ejemplar de La locura de Almayer y uno de mis primeros “placeres conradianos” fue leer en voz alta fragmentos del manuscrito del segundo libro, Un vagabundo de las islas, a petición del autor.

Nunca olvidaré aquella tarde, por lo mucho que me inquietaba la posibilidad de hacerlo mal. ¡Ay de mí! No había contado con el exigente nerviosismo de mi único oyente que, sentado ante mí, se mordía las puntas de los dedos mientras balanceaba un pie a una velocidad desconcertante. Al cabo de unos minutos me arrebató el taco de papeles con bastante brusquedad y, pasando varias hojas rápidamente, me lo devolvió todo con un gesto desesperado.

–Olvídate de esas correcciones –me dijo–. Ese párrafo hay que quitarlo. Déjalo. Empieza tres líneas más abajo, en la otra página, en la otra página –repetía con tono airado, añadiendo–: Ay, hazme el favor de hablar con claridad. Si estás cansada, dilo. No te comas las palabras. Hay que ver cómo sois los ingleses. Pronunciáis todas las letras como si fueran iguales.

Poco me faltó para echarme a llorar, aunque tuviera razón en regañarme. Pasó varios minutos con la cabeza entre las manos, una postura que con el tiempo me resultaría enormemente familiar.

Al cabo de un rato se levantó, levantó los brazos con aire exasperado y me quitó el manuscrito con la misma aspereza de antes.

–Pobre chica –me dijo, usando la palabra española como mote cariñoso–. Mejor será olvidarnos de estas “papelajas” y salir a comer algo.

Pasaron varios meses antes de volvernos a ver y nuestra siguiente cita fue en Victoria Station. Por el modo en que reaccionó al verme, supe que estaba nervioso por algún motivo imperioso. En primer lugar, se quejó de mi sombrero, mi vestido y mi aspecto en general. ¿Por qué no llevaba prendas de colores más alegres? En ese momento me arrepentí de haber aceptado su invitación aquella mañana. Como si me hubiera leído el pensamiento, soltó una risilla y me agarró del brazo para llevarme hacia la acera, donde paró un cabriolé al que me hizo subir apresuradamente, para sentarse a mi lado. Me bastó una mirada para quedarme preocupada ante su gesto de siniestra determinación, pero tras indicarle al cochero que nos llevara a la National Portrait Gallery, no volvió a decir ni una sola palabra. Una vez allí me ayudó a bajar del coche con la puntillosa cortesía de siempre, pagó al cochero y subió las escaleras a mi lado, lentamente, balanceando los hombros como solía hacer.

Una vez arriba farfulló algún comentario desagradable sobre nuestro clima inglés y, tomándome del brazo, me llevó por las salas del museo sin dejarme ver ni un cuadro y, de pronto, me hizo sentar en la silla. Tras asegurarse de que estábamos solos y sin preámbulo alguno, me dijo:

–Mira, querida, más vale que nos casemos y nos quitemos de en medio. Mira qué tiempo hace. Lo mejor es casarnos inmediatamente y marcharnos a Francia. ¿Cuánto tardarías en estar lista? ¿Quince días?

Nota madre

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