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Domingo, 8 de diciembre de 2013

JUVENTUD REBELDE

En 1980, recién graduado de la Facultad de Filología de la Universidad de La Habana, tuve la fortuna de hallar mi primer destino laboral en la revista El Caimán Barbudo, la publicación cultural de los jóvenes creadores cubanos. Y fui afortunado porque caí en El Caimán Barbudo cuando fue posible comenzar una renovación de la publicación con la apertura de sus páginas a las preocupaciones de una nueva horneada de artistas, necesitados de quitarse de encima los lastres forjados en la década de 1970. Pero el tímido experimento que pretendimos realizar en El Caimán Barbudo no tenía demasiados aliados –más bien lo contrario–, y la propia dirección del Departamento de Cultura de la Juventud Comunista, al cual respondía la publicación, ayudó a fomentar la crisis que explotó en 1983 y desintegró casi completamente el equipo que entonces hacía la revista. Como resultado de aquel proceso, el escritor Eliseo Alberto (entonces jefe de redacción) fue a parar al Instituto de Cine, mientras dos de los redactores, Angel Tomás González y yo, éramos enviados a trabajar a Juventud Rebelde, donde se suponía nos serían bajados los humos intelectualoides que expulsábamos y se nos reencauzaría ideológicamente.

Pero la lógica de aquel proceso de reeducación, típico del país, del momento y del sistema, falló en algún mecanismo no previsto. Porque pocos meses después de nuestro traslado, la dirección del periódico nos convocó a una misión “histórica”: hacer atractivo el diario, convertirlo en material de lectura y de recreación intelectual... Para que ello fuese posible, la dirección ponía a nuestra disposición varios de los privilegios con los que sueñan todos los periodistas del mundo: tiempo ilimitado para hacer nuestras entregas, todo el espacio que requiriesen los textos, recursos para trabajar y movernos por el país y, lo más importante, libertad para escoger los asuntos sobre los que nos interesara escribir.

De esa forma rocambolesca se creó el espacio para practicar aquel periodismo diferente, que pronto fue calificado de “periodismo literario” y llegó a convertir el vespertino de aquellos años en una referencia dentro de la historia de la prensa cubana de los años revolucionarios.

Todos los reportajes y crónicas que se reúnen en este libro son fruto de aquella experiencia a la que me dediqué en cuerpo y alma entre 1983 y 1990, cuando dejé el periódico.

Quien hoy lea estos textos seguramente tendrá una comprensión de las características singulares de aquel experimento periodístico. Porque la primera de esas peculiaridades es el hecho mismo de que casi treinta años de haber sido escritos estos trabajos periodísticos resisten al acto de la lectura, lo cual es una contradicción esencial, pues la permanencia temporal no suele ser una de las condiciones del texto periodístico. También podrá comprobar el hecho extraño de que en un país con una prensa altamente politizada y utilitaria se diera espacio a un periodismo que no se atenía a los requerimientos coyunturales de la propaganda sino que respondía a sus propios reclamos, más literarios que específicamente periodísticos. Y, entre otras varias características diferenciadoras, el propósito de revelar una historia cultural y nacional más allá de los límites temporales de un proceso revolucionario que, como todos los procesos revolucionarios, le interesa del pasado más la reafirmación que la diversificación, más las razones de su legitimidad que las razones de la historia. Por esos caminos realicé ese viaje más largo a través del periodismo que, para mi orgullo y satisfacción, todavía hoy puede ser emprendido por lectores de Cuba y de diversas partes del mundo.

Fragmento del prólogo de Leonardo Padura a El viaje más largo (en busca de una cubanía extraviada) que Capital Intelectual distribuirá a partir de esta semana.

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