› Por Daniel Kon
“Dar a luz es introducir una vida en el mundo, pero a la vez es introducir una muerte. Hay que aceptar la injusticia de dar vida a alguien. Que dándole la vida, un día morirá...”
La cita es de la fantástica revista Registros –una especie de Hola del psicoanálisis según su propia creadora, Gabi Grinbaum–, difícil de entender si uno no es psicoanalista, pero en la que siempre, en algún reportaje, se descubre algo conmovedor, o conmocionante.
Debe ser también por eso, por lo que implica esa frase, que cuando los hijos son muy chicos uno prefiere no hablarles de la muerte. Después, cuando van creciendo, uno quiere encontrar alguna explicación, alguna respuesta y, sobre todo, convencerlos –aunque no esté para nada seguro–, de que la vida no es una mierda, de que los que se mueren son los malos, no los buenos y mucho menos alguien tan bueno, en todo sentido, como Daniel Chirom.
En esas tonterías pensaba en los días previos a la presentación del libro Las puertas de lo invisible. Porque si alguien era bueno y no merecía morir tan joven era Daniel Chirom. Y si alguien, además, vivió su vida poéticamente ese fue Daniel.
Pensando en eso, y en las respuestas que uno le puede o le tiene que dar a una hija, la mía, por caso, de 14 años, traté de recordar la primera vez que Daniel me habló de poesía. Eramos compañeros del Nacional Avellaneda, era 1969, estábamos en segundo año y los dos, él y yo, teníamos también 14 años. Y ya a esa edad su pasión para hablar de poesía era sorprendente. Fue Chirola –como lo habíamos bautizado– la primera persona en el mundo que me habló, en un tono alucinado, de poetas como Dylan Thomas, Rimbaud y Ungaretti, o de la beat generation, de Ginsberg, Corso, Ferlinghetti...
Era tanto su entusiasmo que hasta me convenció de acompañarlo a unos encuentros de poetas adolescentes, en los que mostré unos poemas espantosos. Por suerte para la poesía, yo abandoné pronto, pero Chirola siguió yendo y nunca más dejaría de activar por la poesía. Daniel fue, desde adolescente, un increíble gestor cultural, apasionado por escribir y publicar, pero igualmente apasionado por el trabajo de los otros, por animarlos a publicar, por alentarlos.
Poco después, cuando yo apenas había tomado cinco clases de guitarra, me insistió para que les pusiéramos música a sus poemas. Recuerdo una escena, una tarde, en la quinta de Pilar, después de un partido de fútbol: teníamos 15 y yo, con los cuatro únicos acordes que sabía, intentaba ponerle música –o algo así– a uno de sus poemas. El resultado era horripilante, pero él insistía entusiasmado, quería acercarme a la poesía de algún modo y a toda costa (aun a costa de la música).
Seguimos siendo amigos y pocos años después, a los 20, publiqué en la vieja revista Siete Días una nota sobre su primera hazaña, la autogestión para fabricar, editar y distribuir su primer libro, Crónica a Robledo Puch. Hizo todo, desde comprar el papel corrugado en desuso, armar uno por uno los títulos con Letraset, sellar las quinientas tapas y atar cada ejemplar con hilo de nylon. Un antepasado extraordinario de Eloísa Cartonera, ¡¡en 1975!!
La decisión, ahora, de editar los poemas inéditos de Las puertas de lo invisible, y de convocar y convencer a Lumen para su distribución (gracias, amigos, que aun desde el vientre del gigante siguen siendo sensibles), puede que sea una especie de venganza tonta, mía, mínima, nimia, contra la puta muerte que se llevó a Chirola, ¿Para que él siga vivo? ¿Para que su obra lo trascienda y lo sobreviva? Suena a poco la posteridad, si es que eso existe.
Más allá de las preguntas sin respuesta, la presentación en la sala Lugones de la Feria, colmada, fue formidable. Además de la obra, ahí paradita en forma de libro sobre la mesa de la conferencia, lo formidable fue que había dos poetas leyendo esos poemas. Y lo hicieron de un modo espléndido, luminoso, Graciela Aráoz y Juan Pablo Bertazza, hidalgos defensores de la poesía en tiempos de la concisión neoanalfabeta de Twitter (Alan Pauls dixit, aunque algunos de los poemas que leyeron tenían seguro menos de 140 caracteres), entrenados en eso de leer poesía en voz alta, a dos voces, en un ping pong sobrecogedor. Y fue también formidable porque estaban los vivos, mujer, hijos, padre, hermana, tía, sobrinos, amigos de acá y de otras partes del mundo. Y poetas, muchos poetas.
Cuando estábamos de vuelta en casa, mi hija, la de 14, me dijo: “Qué lindos los poemas de tu amigo que leyeron hoy. Me dieron ganas de leer el libro”. Yo se lo había regalado hacía meses y estaba por ahí, en la pila desordenada de basura que es, a mis ojos, su escritorio.
Un rato después, cuando la vi en el living, tirada en un sillón, recordé otra vez al adolescente Chirola, a los 14, buscando respuestas a la vida, y volví a pensar en mis preguntas idiotas. ¿Cómo se le explica a un hijo que los buenos se mueren y que, así y todo, vivir y, más aún, vivir poéticamente tiene algún sentido? Tuve ganas de inventarle alguna respuesta. Pero no hizo falta, porque ahí, sentada, tapada con una mantita, ella estaba leyendo Las puertas de lo invisible.
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