› Por Sylvia Iparraguirre
La lluvia empieza en el campanario de la iglesia. Es una llovizna que se desliza por la pendiente de los techos; enseguida toma cuerpo y el chaparrón se desploma sobre el pueblo entero. Bailan las hojas de los plátanos; revive el héroe con el brazo extendido, las palomas buscan refugio en los aleros, se oscurece más el cielo y el aire toma un color plomizo. Huérfano de abrigo, el pueblo se adelgaza, pierde contorno y esgrime en la tormenta el pararrayo del campanario hacia la cúpula gris del cielo. En la estación desierta, el loco de la estación espera un tren que hoy no pasa. Sentado en el banco del andén, los ojos color ceniza buscan algo más allá de las vías, se pierden en el agua, que redobla en el mundo y cae sobre los campos. La mano temblorosa busca la cabeza del perro enroscado a sus pies. El horizonte que lo circunda se borra; las líneas de los montes se disuelve en un borde de bruma; el verde se vuelve gris, el gris se vuelve azul. Cabeza gacha, los animales dan el anca al aguacero. Los ojos siguen presos del temblor plateado del barro junto a las vías, las manos se acompañan. Abroquelado para pasar la noche, el pueblo se adormece. En las esquinas, las lamparitas descubren la fuerza sesgada de la lluvia.
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