› Por Sylvia Iparraguirre
Es la hora abstracta, la del filo del alba. La ciudad, distante de esos bordes, es una geometría del luces que pronto abolirá el amanecer. Sentado en la cocina, el joven Borges se inclina hacia la voz del hombre de las orillas que no lo mira al hablar. La noche se lo ha brindado como una ofrenda inmerecida. El zumbido ondulante de los rezos y las efusiones de la llorona rodean como un anillo de niebla esa noche circular: la noche que en el sur lo velaron. Las voces de sus camaradas de esa madrugada ambulatoria, ebrios de alcohol y de teorías metafísicas, arrinconan la pausada conversación. Absorto, Borges recibe un mate de una mujer enlutada que hace la ronda, lo toma y lo devuelve sin dejar de atender a su interlocutor. Flaco y envainado de negro, el hombre arma el relato de hazañas de coraje que muchos ponderan. Abierto al otro, cerrado a la parte más íntima de sí, la que dará forma a lo que está viviendo, Borges escucha. Por la voz grave desfilan duelos a cuchillo en esquinas olvidadas donde el pasado arma prefiguraciones de una ciudad mítica: Buenos Aires. He aquí su héroe, completo en su retórica y en su celebración platónica. Dagas criollas y espadas nórdicas lo coronan, como en las imaginerías de los héroes antiguos. Lúcido del insomnio, Borges lo sitúa en la línea del horizonte, en un plano inclinado. El velorio del pisador de barro conoció ya su apogeo y el sopor se adueña de propios y extraños. Solo en la cocina persiste la vigilia. La luz de la lámpara esparce su temblor amarillo.
Afuera, la llanura emerge de la noche con la desolada nitidez que le da el lucero del alba. La mano está quieta, pero escribe.
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