Domingo, 15 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Sylvia Iparraguirre
Me celebro y me canto, dice el hermoso Walt Whitman, apaciblemente recostado en la colina verde tierno donde siempre es primavera. Con su basta camisa campesina, sus tiradores paternales, su sombrero de paja, Walt, reclinado, apoyado en un codo, mira el Hudson mordisqueando una brizna de hierba bajo el sol de la tarde. Es una celebración tan inocente, tan adánicamente masculina. Para él los paisajes, el helado o cálido exterior, el viento en la cara. El panorama que observa lo conmueve hondamente: una gran nación se extiende a sus pies, con sus ríos, sus montañas, sus hombres atareados y sus maquinarias poderosas. Mira Walt Whitman y piensa cómo todo fluye en armonía hacia un punto en el horizonte: el futuro. ¡Qué cómodo está! ¡Qué tranquilo y relajado! Con qué naturalidad se celebra y se canta, él que nos contiene a todos. Me invade el deseo intenso de reclinarme sobre su pecho, sobre su barba blanca mecida por el viento y allí, a su costado, celebrarme y cantarme. Pero es difícil. Hay que haber tenido un comercio con el mundo muy prolongado y libre, como él, una indudable fe en el porvenir para poder, recién entonces, intentar el canto.
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