Domingo, 22 de noviembre de 2015 | Hoy
Por Esteban Vernik
Seguramente no sin una dosis de sorna, Georg Simmel alude en su Sociología de 1908 a una máxima de feuilleton: es bueno tener por amigo al vecino, pero no por vecino al amigo. Simmel refiere a las formas sociales, y en este caso, a las “formas metropolitanas de vida”, en las que la cercanía física entre individuos suele no corresponderse con la cercanía espiritual. En las vidas urbanas entre vecinos, en los nuevos edificios animados por la economía monetaria, la cercanía y estrechez corporal hacen por momentos más evidente que las distancias espaciales tienden a disminuir y los cruces entre individuos a intensificarse. Además, las formas de la sociedad burguesa se caracterizan por la circulación del secreto y las apariencias. En este contexto, se comprende la sensación de libertad que provoca la reserva. Dentro del clima espiritual de las grandes ciudades, la reserva confiere al individuo una medida de libertad personal.
Pero, ¿qué es la libertad para el habitante de las ciudades capitalistas, para el oficinista, el trabajador manual, el científico, el rentista, el profesional liberal? A la respuesta material de este interrogante, Simmel dedicó un tratado sistemático, Filosofía del dinero (1900). El dinero y el poder como estructuras asimétricas en las que pocos tienen mucho y muchos tienen poco, afectan la libertad y la falta de libertad entre los seres humanos. Las sociedades capitalistas cargan desde sus orígenes con esta falla moral que proviene de la injusta distribución del dinero y el poder, y desarregla la relación entre el ser y el tener. En un sentido material, la libertad es independencia de la voluntad de los otros. Los efectos enajenantes del dinero y su aceleración, su voracidad que siempre llama a más dinero y su afán desmedido por el cálculo, inciden sobre el carácter y la libertad del hombre moderno de diversas maneras. Están aquellos que entregan sus vidas a un modo del todo racional y ahorrativo, como, de modo extremo, en las patologías del avaro y el codicioso; y también como por un movimiento inverso, en el caso del despilfarrador, que al igual que los dos primeros confunden la condición de medio del dinero con la de fin en sí mismo. Están también, aquellos que por dinero venden sus personalidades al diablo. Y también, entre otras formas que atentan contra la libertad de los habitantes de la gran ciudad, la de tantos que trabajan sólo por dinero, que dedican sus vidas enteras a trabajos inespecíficos con la única compensación del dinero.
Estos últimos casos que vemos a diario en nuestros alrededores, nos confrontan con la dimensión personal de la pregunta por la libertad. En términos relativos –puesto que para Simmel no de otra forma podemos referirnos en el mundo moderno a la libertad y la igualdad; y ambas cuestiones se requieren mutuamente–, ser libre no es sólo estar libre de ataduras y obligaciones. No implica sólo la libertad de movimientos, por más fundamental que ésta sea. También ser libre es obedecer a la especificidad y la incomparabilidad propia de cada individuo. La libertad requiere personalidades auténticas. Esto es, que cada uno desarrolle su personalidad según su propia esencia (o lo que entendamos por tal cosa, último refugio de los valores y convicciones personales). Somos libres en la medida en que expresamos nuestros pensamientos y decisiones no desviados por fuerzas que residen fuera de nosotros. Cuando vivimos de acuerdo a nuestra propia naturaleza, más allá de las apariencias e hipocresías sociales.
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