› Por Antonio Dal Masetto
“Soy un hombre endeudado.” Me lo repetía una y otra vez mientras caminaba en la tarde de sol. Era día de semana, había pocas personas en el parque, un grupito haciendo ejercicios, un anciano leyendo, un padre jugando a la pelota con su chiquito de cuatro o cinco años, un hombre durmiendo sobre un banco y, debajo, sus pertenencias metidas en bolsas de plástico negro de las que usan los encargados de edificios para la basura. Desde la avenida, al fondo, llegaba el zumbido del desfilar de coches hacia el centro de la ciudad. Y en todo, la claridad fuerte que enceguecía.
¿Endeudado de qué manera? No una deuda de dinero, no una deuda con otro o con otros. ¿Entonces qué? Si alguien me lo hubiese preguntado, no habría encontrado las palabras para explicarlo. Simplemente, porque ni siquiera podía aclarármelo a mí mismo. Hacía mucho, no sabía cuánto, que vivía a los tumbos, sin ideas claras, sin alicientes, sin entusiasmos. Y así andaba por los días, conviviendo con ese algo sin nombre, mirando las cosas y la gente casi sin verlas, empujando un pie delante del otro sin ir a ninguna parte. Solamente sabía que ese vacío y la sombra de una deuda se asociaban, marchaban juntas. Deuda y vacío, vacío y deuda. Por otra parte me acompañaba la sensación de que en realidad nada era nuevo, de que ya antes había sido así, que desde el fondo de mis años había sido así. Me parecía verme en las diferentes etapas de mi vida agobiado por una sucesión de deudas, siempre imprecisas, sin definiciones posibles, nunca resueltas, acumuladas unas contra otras y presionando ahora sobre esta última.
Había algunas escasas mañanas en las que, al despertar después de un sueño relativamente tranquilo, todavía en la cama, me proponía intentar analizar la nebulosa que dominaba mis horas, penetrarla, entenderla, quizá combatirla y eliminarla. ¿Pero qué se puede eliminar de algo que carece de consistencia, que no se puede visualizar, que no se puede definir? En fin, esa era la situación. ¿Cómo se sale de este pozo?, me preguntaba. No se me ocurría otra cosa que empezar a correr en cualquier dirección, alejarme de todo, de mi vida habitual, de las pocas personas que frecuentaba. Meterme en un tren, en un ómnibus, dejarme llevar, devorar kilómetros. Imaginaba la distancia, cierta forma de velocidad y de vértigo que relacionaba con tomar distancia, como un baño purificador y rescatador.
En el parque apareció un paseador de perros. Llevaba unos quince perros atados, quizás más. Eran animales de diferentes razas y se los veía bien alimentados, bañados, cepillados. Marchaban en orden, con un trotecito parejo. Las correas que los sujetaban terminaban enroscadas alrededor del antebrazo derecho del paseador. Detrás del grupo, a unos veinte metros de distancia, un perro suelto los seguía. Era un perro vagabundo. Lo conocía, tenía su cueva en uno de los extremos del parque, donde había un paredón y una pequeña arcada que le brindaba protección. Ahí lo había visto muchas veces, echado, la cabeza sobre las patas delanteras. Miraba desde abajo con sus ojos húmedos, lánguidos y necesitados. Cuando pasaba un paseador de perros el vagabundo se ponía en movimiento y los seguía. Primero a cierta distancia, después se iba acercando más y más, hasta que se filtraba en el grupo y comenzaba a trotar con ellos. Se notaba la diferencia. Por lo menos para mí, la diferencia era evidente. No sólo por su aspecto de perro vagabundo en contraste con perros tan cuidados. Los del grupo eran como autómatas, el mismo andar, la misma mirada fija, el mismo sometimiento. El vagabundo no. Aun en su miseria, en medio de la manada de sumisos se lo veía todavía altivo, todavía insumiso. Su andar si bien se acomodaba al paso de los otros tenía algo de no automático, de no gregario. “¿En serio querrías que también a vos te pusieran una correa y te llevaran y te integraran al montón?”, le iba diciendo en voz baja mientras los seguía, “¿eso querrías?”. Llegaba un momento en que el paseador se detenía, advertía la presencia del intruso y lo echaba gritando. El vagabundo se resistía a irse. El paseador buscaba en el suelo un pedazo de rama o un cascote, los levantaba y lo amenazaba. El vagabundo retrocedía, pero no se iba: apenas los demás reiniciaban la marcha pegaba una corridita y volvía a mezclarse. Después de varios intentos frustrados, terminaba siguiéndolos de lejos durante un trecho, se retrasaba cada vez más y finalmente desistía. En esa zona andaban varios paseadores de perros. El vagabundo probaba con uno y con otro. Con todos le pasaba lo mismo.
Esa tarde no fue diferente. Terminó detenido en la mitad de un sendero, mirando cómo el grupo se alejaba. Yo estaba a pocos metros, me acerqué unos pasos. “Ahí no hay lugar para vos”, le dije. Me arrimé más. El vagabundo giró la cabeza y me miró, retrocedió, dio media vuelta y se perdió hacia el paredón donde estaba su refugio. Tampoco para mí había sido una caminata distinta de tantas otras. Anduve un rato más, vi personas marchando a buen ritmo con su ropa deportiva, vi un grupito sentado en el pasto tomando mate, fui catalogando mentalmente las distintas clases de árboles del parque, me detuve ante algunos cuyos nombres desconocía y después me dirigí a mi propio refugio, cargando con mi propia cosa.
***
Hacia la noche me llamó Sergio para invitarme a tomar un par de copas. Traté de esquivar la invitación pretextando que no tenía un buen día, lo cual era cierto, pero él insistió tanto que al final acepté. Sergio era un conocido de toda la vida, un tipo que vestía bien, que hablaba bien, que hablaba mucho, un bromista al que se le ocurrían chistes todo el tiempo. Jugaba con las palabras, las combinaba para inventar imágenes que él creía originales, festejaba sus propias ocurrencias, disfrutaba con eso. Entre otros negocios dudosos, Sergio vivía de vender cuadros, en especial falsificados, de pintores nacionales de renombre, ya muertos. Disponía de un par de falsificadores, muy hábiles, con los que trabajaba.
Nos veíamos de tanto en tanto y cuando nos encontrábamos era siempre en el mismo bar, en la zona del Bajo. Sergio acostumbraba repetir que en ese barrio amanecía como en cualquier parte, anochecía como en cualquier parte, pero ahí uno podía emborracharse como en ninguna otra parte. Sentado en un taburete contra la barra, la mano rodeando mi vaso de vino, escuché al amigo hablar de política, de economía, de exposiciones, de ventas de pinturas y, como de costumbre, sobre todo de sí mismo.
–¿Y vos? –preguntó en determinado momento–. ¿Alguna novedad? Hace un tiempo que no nos vemos.
Demoré en contestar. Acababa de invadirme un gran cansancio, hubiese podido quedarme dormido con la cabeza sobre el mostrador. Esos ataques de cansancio repentino eran viejos conocidos, aparecían en medio de cualquier situación.
Oí la voz de Sergio que me reclamaba:
–¿Nada nuevo?
Esperé todavía. Después dije que hubiese querido irme.
–¿Qué quiere decir eso de irse? –preguntó.
–Tomar distancia, partir.
–¿Partir adónde?
–A cualquier parte, a un sitio donde nunca haya estado, donde no conozca a nadie, sobre todo bien lejos de esta ciudad.
–¿Irte para siempre?
–No sé, seguro que no para siempre, por un tiempo, corto o largo, eso se verá la cuestión es armar el bolso, echar llave a la puerta y empezar a andar.
–Todos queremos irnos. Siempre queremos irnos y siempre nos quedamos. La ciudad no te deja. Te dice que no. Clausura las puertas de salida. ¿Te diste cuenta de eso?
Contesté encogiéndome de hombros.
Sergio siguió hablando, dijo algo así como que ésa era su ciudad, la de ambos, la ciudad que nos albergaba desde jóvenes, una gran madre tiránica, multiforme y en acecho, que nos alimentaba y nos devoraba, donde todo podía ocurrir, donde todo ocurría, estaba ocurriendo en ese preciso momento, con ese murmullo subterráneo que despertaba alarma, que alteraba la sangre, que se introducía en el sueño, que le manejaba a uno la vida.
Ese era el lenguaje de Sergio a partir de ciertas horas de la noche. Lo conocía bien y sabía que ahora, al hacer una pausa, estaba esperando algo de mí, una opinión, en realidad una aprobación, para después seguir con sus monólogos llenos de reflexiones y hallazgos que copa tras copa comenzarían a sonarle, al propio Sergio, sumamente inteligentes –así se encargaba de exteriorizarlo– y que para lo único que servían era para llenar la inercia nocturna y serían olvidados para resurgir en otras madrugadas similares.
Me mantuve callado. Miraba dentro de mi vaso.
–¿Qué te está pasando? –preguntó Sergio.
Ayudado por el vino, estuve a un paso de mencionar ese asunto tan confuso de la deuda, pero me contuve. Demasiado complicado intentar explicarlo.
–Nada especial –dije–, salvo que estoy un poco desesperado. O eso creo.
–Entonces es grave.
–Es molesto.
–¿Solamente molesto?
–Es un poco pesado de cargar.
–¿Podés contarme?
–Es un embrollo.
–¿Intentaste algo para zafar?
La pregunta me obligó a reflexionar. Después, tratando de resumir, le dije que, hiciera lo que hiciera, me propusiera lo que me propusiera, consiguiera lo que consiguiera, acababa descubriendo que el objetivo era otro, que el objetivo estaba siempre en otra parte, en otra dirección, pero no sabía cuál dirección. Y así y así y así.
–¿Y eso cómo debería entenderse? Te lo pregunto porque la idea no me queda clara –dijo Sergio.
–Tampoco yo la tengo clara.
–Y suponés que un cambio de aire te ayudaría.
–Tampoco lo sé.
–Lo único que sabés es que querés escaparte.
–Llamalo como quieras.
Sergio vació su vaso, lo mantuvo en alto y con voz de predicador dijo:
–Vayas adonde vayas, con lo que siempre te encontrarás en el punto de destino es con vos mismo. Me parece que eso lo leí en alguna parte.
–Lo habrás leído en un almanaque. Es un pensamiento de almanaque.
Sergio se quedó mirándome. Tal vez buscando en mi cara y en mis ojos las señales del desconcierto en el que había confesado encontrarme. Llenó los vasos.
–Estoy pensando en lo tuyo –dijo–. Estoy pensando.
–Gracias.
–Dijiste desesperado.
–O algo por el estilo.
Tomó un trago, me apuntó con el dedo índice de la mano derecha y lo movió arriba y abajo varias veces.
–Tengo un lugar que te podría interesar.
–¿Qué lugar?
–Un departamentito.
–¿Dónde?
–Bastante lejos.
–¿Dónde?
–En una isla.
–¿Una isla, dónde?
–En el Mediterráneo.
–No jodas.
–No te estoy jodiendo.
–¿Qué isla?
Cuando dijo el nombre, repetí:
–No jodas.
–Hablo en serio.
–No jodas.
–Ya sé lo que estás pensando, que no soy una de esas personas que poseen una propiedad en una isla del Mediterráneo. El departamentito no es mío.
–¿Entonces?
–Una vieja novia. Vive en los Estados Unidos. Cada tanto, cuando nos comunicamos, se acuerda de ofrecérmelo. No habrá ningún problema si le digo que un amigo lo ocupará durante un tiempo. Lo tiene prácticamente abandonado.
–¿Fuiste alguna vez?
–Nunca.
–¿Seguro que existe?
Sergio rió:
–Tengo copia de las llaves. Así que debe existir. Mañana llamo a mi vieja novia. ¿Bien?
–Bien –contesté, por decir algo.
–Cuestión de horas. Tené un poco de paciencia.
–Está bien.
Después Sergio siguió hablando de sí mismo y especialmente de dos temas que lo tenían ocupado: de su ex mujer, que lo volvía loco reclamándole dinero, y de dos cuadros de un pintor nacional de fines de mil ochocientos para los cuales tenía comprador, aunque todavía tardaría un tiempo en entregarlos porque se estaban secando. Apenas nos despedimos, después de andar unas cuadras, me olvidé del asunto de la isla.
Sin embargo Sergio se comunicó a la noche siguiente: todo arreglado. Con una limitación, el departamento estaba disponible más o menos por unas tres o a lo sumo cuatro semanas, después lo ocuparía una pareja, parientes de la vieja novia. Así que debíamos apurarnos.
–Tengo una conocida que trabaja en una agencia de viajes, mañana averiguamos fechas de vuelos, empezá a preparar la valija, no hay tiempo que perder –dijo Sergio.
Argumenté que andaba un poco escaso de fondos.
–No te preocupes, eso se soluciona –dijo Sergio.
Por lo pronto me cubriría el importe del pasaje, lo pagaría en cuotas, y podía prestarme algo más si lo necesitaba, ya se lo devolvería. Intenté esgrimir algunas excusas.
–Dejame pensarlo un poco –dije.
El ni me escuchaba, seguía adelante con los detalles del proyecto, empeñado en meterme en un avión. Finalmente, pensé que no tenía nada que perder con aquel viaje. Y acepté.
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