NOTA DE TAPA
Villa María fue terminada en 1927 por Alejandro Bustillo como casco de una enorme estancia. La casona acaba de ganar nueva vida, primero como hotel y ahora además como centro de un barrio cerrado en Máximo Paz. Y fue restaurada y puesta en valor con cariño ejemplar.
› Por Sergio Kiernan
Uno cree, por costumbre, que una mano segura ya debe peinar canas. Hay, ciertamente, jóvenes creativos y talentosos de más, pero la sabiduría y los detalles toman tiempo, además de cabeza. Alejandro Bustillo pateó esta regla aparentemente natural, como pateó otras tantas: al diseñar Villa María no era exactamente un pibe pero el mundo todavía estaba lleno de gente que le diría más “muchacho” que “arquitecto”.
Villa María es un casco de estancia, de una estancia que supo ser enorme, y tiene un empaque de maison y Big House, aristocrática y serena. Pero a la vez, en un toque muy de Bustillo, es perfectamente pensable como un hogar. Por un lado, es un caserón de treinta dormitorios y baños incontables, con un noble salón y sala de billar, un comedor palaciego y otro de diario, un piso entero, y galerías, balconadas y hasta una terraza de almenas para jugar al chatelain. Pero por otro lado es un hogar que se iluminaría con los ruidos de los chicos, un buen lugar para querer a alguien, lleno de chimeneas y rincones para leer.
Bustillo trabajó en este encargo de Celedonio Pereda entre 1923 y 1927, y se paró en su cuerda más ecléctica –ya tenía la neoclásica, la académica y la hispanista, sólo le faltaba la modernista elegante– para crear el casco. Estar frente a Villa María plantea desde el primer vistazo la pregunta de su estilo. Por falta de algo mejor, es algo que llamamos anglonormando, nombre algo fallutón para una casa básicamente eduardiana, inglesa de alma, con algún toque afrancesado y una deuda muy bien paga con Luytens. Esto último se nota en la notable textura del caserón, algo de cosa hecha a mano por gente que sabía lo que hacía. Hay mucho ladrillo a la vista, de ese inglés más vale pequeño y con las hileras bien tomadas. Hay algo así como una hectárea de teja roja, trabajada por los años y los líquenes para darle una rugosidad y un tono inimitables. Hay entrepaños y remates en cemento rústico, agrisado y embellecido por la intemperie. Y hay maderas, muchas maderas, pintadas y al natural, en ventanas incontables, half timbers Tudor y barandas. No es la madera rusticona, casi al hacha, que Bustillo usaría más tarde en sus obras patagónicas, sino tablas y vigas pulidas, europeas.
La casona es aparentemente asimétrica, juguetona, llena de movimientos para dentro y para afuera, para arriba y para abajo. Pese a que tiene un “arriba” bien marcado, una línea de cumbrera rotunda, cinco chimeneas de diferentes tamaños, dos torres, varios módulos y algunos dormers le hacen pito catalán con sus movimientos. Del mismo modo, no es posible encontrarle una línea de frente a la casa: balcones y bays, torres y galerías entran y salen de lo que, en una ciudad, sería la línea municipal. Pero pese a estos desconciertos, la casa tiene una lógica de primera agua. La cumbrera marca un volumen central del que salen ambientes, quebrando cualquier monotonía, y al que se unen con naturalidad edificios aparentemente exteriores pero en rigor parte del principal. Es que en realidad Villa María tiene una simetría conceptual, de volúmenes, que la mantiene en orden desde su disimulo estético. De paso, el paño vertical a la derecha, el que tiene el gran balcón de maderas y una curiosa ojiva encima, es una autocita de Bustillo, que ya había construido uno casi idéntico en 1918 –cuando sí que era un pibe– para la casa de Mar del Plata de la señora Devoto.
La fachada lateral, a la derecha de la principal, repite y aumenta las asimetrías. Hay una pequeña y baja galería de acceso, motivo que Bustillo usaría mucho en Patagonia. Hay un patio que en realidad es un ambiente de planta baja abierto al parque plantado por Carlos Thays, con arcadas de medio punto. Hay más chimeneas y más maderas Tudor. La fachada posterior es proporcionalmente más pequeña, lo que no hace simple. Si el frente de la casona –hoy volcada a un prado sin acceso de autos– sugiere la casa de un lord, la de atrás hace pensar en un esquire sustancial con su entrada protegida por almenas, sus techos puntiagudos y su planteo en U abrazando un patio. Nuevamente, el efecto es reposado, noble y sereno.
La cuarta fachada es casi teórica, como si la casa quisiera ofrecer sólo una punta. Hay otro patio, creado por un muro cuya misión en la vida es sostener una fuente muy italiana, que integra un cuerpo casi independiente que contiene cocinas y servicios. Para atrás, está el tanque de agua, artefacto tan pintoresco y anticuado que merece una cotización de anticuariado, y las caballerizas, enormes y purísimamente inglesas, que terminan de probar, al simplificar el estilo de la casa principal, en qué idioma pensaba el estilo usado en el conjunto.
Villa María, como toda estancia de porte, tuvo un conjunto de edificios periféricos, anteriores a la intervención de Bustillo. Al ladito de la casona está el viejo casco, de 1860, vagamente europeizada para no desentonar y con una enternecedora mansarda en chapa acanalada, muy criolla. Atrás, cruzando un bosque que combina árboles flaquitos y cañas de la India, está “la villa”, una suerte de aldea protagonizada por la oficina del campo, los talleres y depósitos, la casa del administrador y una larga fila de casas pequeñas para empleados solteros y casados. Es un conjunto de edificios ingleses, de techo de chapa, que todavía se encuentran de Kenia a Kuala Lumpur como muestras de una arquitectura funcional, modesta y estéticamente de calidad.
Como Villa María fue abierta al público como hotel y se está transformando en centro y club house de un barrio cerrado de 162 lotes, la casa principal fue restaurada con minucia y un respeto realmente destacables. Esta intervención, que fue masiva, muestra su calidad por su perfecta invisibilidad: Villa María parece no haber envejecido jamás, es una dama a la que no se le ven los liftings. Hasta los mínimos cambios estructurales, como un balcón cortado a la mitad para que una habitación tenga baño privado, son imposibles de detectar si no los señalan.
Los interiores de la casona, cambiantes como son, mantienen un tema vagamente Tudor, sin exagerar. Hay arcos partidos, a la inglesa del siglo 16, y aquí o allá alguna sugerencia gótica. Hay mucha madera en el gran living al que se accede directamente desde las dos fachadas principales y dobla como hall distribuidor, y tiene un extraño espacio en un extremo que originalmente era una capilla y hoy funciona como una suerte de segundo living íntimo. Luego está la sala de billar, apanelada con maderas nobles, decorada con trofeos de caza y dueña de una taquera y un tanteador Burroughes & Watts con detalles de marfil. A cada extremo de estos espacios se dejan ver las escaleras, una principal tratada en símil piedra, y una más íntima con hall autónomo.
Del gran living se pasa, por una puerta doble, a un comedor francamente imperial, tan grande o más que el living, con una enorme chimenea en piedra –de envidiable amoblamiento en bronce–, pisos rojos y negros, y un cielorraso de rotunda viguería en madera. El salón tiene una mesa que sienta a diez pese a la escala de las sillas monacales, y que es apenas una de las mesas. Dispuesto al través del eje del edificio, el comedor asoma a ambos frentes, regala luz y da a un patio-galería para comer en familia. Discretamente, hay un segundo comedor, de diario pero tan grande y bonito que sería el centro directo de más de una gran casa de hoy en día.
De ese comedor íntimo se puede subir, por la tercera escalera, ésta escondida en la torre de la casona, al segundo piso, completamente dedicado a los dormitorios y baños. En estos ambientes, algunos formando departamentos de dos ambientes y baño privado, la altura de los cielorrasos baja perceptiblemente, lo que le agrega una calidez muy de los cottages ingleses de esa época. Villa María todavía abunda en muebles de época, no hay ambiente que no tenga ventanales, sol y vistas al verde, y los baños son simplemente un deleite con sus mayólicas crema, sus bachas como portaaviones y sus bañaderotas. De paso, hay que notar que la casa es un muestrario de picaportes de lo mejor que ofreció la década de 1920.
Todavía queda un piso, originalmente dedicado a la nursery y a una secuencia de habitaciones de servicio, muy amigable por los ángulos y chanfles de los tejados y dormers, con detalles de entrecasa como los anillos de hierro en las vigas, colocados para las hamacas paraguayas.
Algo notable del planteo de Bustillo para la casa es su funcionamiento interno. Villa María tiene la escala de un chateau y no haría un feo en cualquier shire inglés, pero está pensada como una casa de familia. Lo notable es la idea moderna de lo que no tiene este casco: no hay salón de honor, no hay recepciones palaciegas, no hay sala de música. En lugar de eso hay un living perfectamente contemporáneo, cómodo e informal, y muchos lugares internos y externos para andar en grupo. Es notable: en 1927 una familia como los Pereda se movía como nobleza local y un veraneo en el campo implicaba una mudanza con un batallón de hijos y sirvientes. Villa María es, a su manera, un chalet gigante y bello, cómodo y divertido.
A punto de cumplir 80 años de su inauguración y casi noventa del primer dibujo, la casa funciona también como un leading case de la poco, muy poco estudiada entre nosotros problemática del gran patrimonio rural. Europa estuvo poblada de grandes residencias de campo, que resistieron hasta bien entrado el siglo veinte, en general por sus leyes de herencia con mayorazgo, donde la propiedad no se dividía y quedaba unificada a manos del hijo varón mayor. Nuestro sistema, más democrático, dividió propiedades rurales de porte a gran velocidad, y en cosa de décadas los cascos como Villa María quedaron enclavados en campos que ya no merecían el tratamiento de estancia y que no los podían sostener. Los europeos comenzaron a abrir sus casas al público como museos, hoteles o jardines de acceso pago, y últimamente sus grandes casas han vuelto al mercado como propiedades de lujo, caras y buscadas, para gente próspera de la ciudad. Esta obra de Bustillo protagoniza ahora una suerte de solución argentina, la de pasar a ser centro de un barrio privado que tiene la fortuna de contar con una de las joyas de nuestro patrimonio y con una obra de primera de uno de nuestros grandes artistas n
Villa María está en Máximo Paz, a 56 kilómetros de Capital.
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