TIGRE
Es uno de los edificios más extravagantes del país, una pieza única que acaba de ser puesta a punto para alojar nada menos que un nuevo museo de arte.
› Por Sergio Kiernan
Uno termina parado frente al viejo Tigre Club preguntándose de qué mente, de qué plan y de qué fantasías salió un edificio así. La mente es conocida, porque el edificio ostenta la firma de Pater y Dubois, una dupla franco-argentina que parece haberse construido solita media Recoleta. El plan y las fantasías son otra cosa: la versión larga ocuparía varios tomos explicando el dineral que corría en la Argentina de hace un siglo y las maneras de gastarlo de una clase que se construía en aristocracia; la versión corta es que el Club era justamente eso, pero con una alarmante tendencia al baile y la reunión social. El edificio que se acaba de reestrenar como Museo de Arte del Tigre es un delicioso elefante blanco, el más caro escenario de fiestas que vieron estas latitudes.
Hace un siglo ya se había impuesto el concepto del deporte como actividad placentera y el de vacaciones era un signo de status, una nueva obligación de pudientes. Esta combinación hizo que el Tigre se transformara súbitamente en un resort de moda, combinando buen acceso ferroviario, agua y costas. En pocos años se alzaron algunos de los más bonitos y pintorescos edificios que tiene este país, esos clubes de remo ingleses de galerías panzudas, tortas eduardianas como la sede del Suteba y alardes nordeuropeos como el desaparecido Tigre Hotel, casi completamente de madera y una altísima extravagancia de half timbers.
En 1910 y justo al lado del hotel se inauguró este club, que en su versión original no tenía su famosa explanada elevada, otra extravagancia que debemos agradecer. Más allá de lo que dijeran los estatutos del flamante club, más allá de los discursos de sus prominentes fundadores y más allá de las actividades deportivas que debe haber alojado, el Club Tigre sigue diciendo arquitectónicamente que es en esencia un bailongo. El gran edificio usa la mayoría de sus espacios en dos salones de baile, uno descomunal, el otro encantador, halles para avanzar rumbo al baile del brazo de la dama, escalinatas para ascender con dignidad, y la famosa explanada para tomar el fresco, mirar el río y bailar al aire libre. El resto son una serie de ambientes alineados de servicios y para reuniones más pequeñas.
Claro que los bailes no eran cualquier cosa, y el edificio es francamente fastuoso, con un estilo italiano afrancesado que recuerda al casi contemporáneo Teatro Colón, abundante en oros y marqueterías, con un pícaro maruflage lleno de ninfas apenas vestidas en su salón del primer piso y algunas columnas de estucados de la mayor nobleza posible. Lo más notable del edificio es, sin embargo, su exterior. Largo y alto, el club le ofrece un frente chico al río y otro a la tranquila calle trasera, proporciones y posición que se repiten en las casas de botes de toda la costa. Los dos grandes pisos del edificio se aumentan con un gran ático en mansarda de tejas agrisadas de zinc, calado de dormers, de aquellos ovalados de una pieza, que remata en una noble torre mirador, con aguja y faro. El frente del río tiene dos torretas también con agujas, hay balcones perimetrales que se abren en terrazas al frente y atrás, y cuyas barandas van del balustre a la madera sin el menor complejo.
Cribado de ventanales, el edificio gana en longitud con la notable explanada, que a nivel del parque funciona como una columnata cubierta –y engalanada por formidables lámparas de bronce Art Nouveau– y arriba como una megaterraza iluminada por infinitos lustres de tres brazos.
Tanta galanura esconde hábilmente dos cosas. Primero: como todos sus vecinos de la costa, es tan inundable que el club está alzado sobre pilotes metálicos de casi dos metros de altura, tapados por muros calados perimetrales, como si fuera una púdica pollera. Segundo: que, pese a su griterío ornamental tan Bellas Artes, tiene proporciones tan góticas que resulta fácil pensarlo como uno de esos halles de las corporaciones medievales de Bruselas.
El Club Tigre funcionó como casino hasta que le dieron el mismo golpe de gracia que terminó con el Tigre-resort de veraneo: Mar del Plata. El nuevo proyecto de los elegantes argentinos logró eventualmente el monopolio de la timba, y el viejo club cayó en tiempos duros. De mano en mano, hasta fue alojamiento de tropa de la Gendarmería, que casi subdivide sus salones para hacer dormitorios, y sólo fue rescatado por la declaración de monumento histórico nacional y la decisión del Concejo Deliberante local de mudarse ahí en 1983.
Pero el edificio no servía realmente para sede legislativa y en 1997 el intendente tomó una decisión audaz y saludable: transformar el club en museo de arte. Hay que detenerse a pensar en la audacia de la idea en una localidad que no tiene un museo –no hablamos de trasladar una colección sino de formarla en pleno siglo XXI– y que tiene los problemas financieros y sociales de la Argentina. Sin embargo, tomó casi diez años con algunas de las peores crisis de nuestra historia, pero se logró.
El hoy museo estaba en un estado astroso y crítico, pero no catastrófico. La intemperie había carcomido su exterior, floreciendo hierros de sus estructuras y partiendo ornamentos y superficies. Las herrerías de su base necesitaban infinitas reparaciones, lo mismo que techumbres y cerramientos, pero no había daños estructurales serios (sí que sabían construir hace un siglo). En el exterior, los trabajos dirigidos por el arquitecto Rubén Otero se concentraron en consolidar lo rescatable, reemplazar copiando lo perdido, limpiar, sellar y repavimentar, con amplias superficies de tejas de zinc cambiadas y pináculos hechos a nuevo total o parcialmente. La veleidad de los presupuestos no permitió restaurar apropiadamente los 14 mil metros cuadrados de piel de piedra París del edificio, que acabó pintada con Neo París, el material que imita la textura original. Tal vez por las mismas razones, se tomó la sabia decisión de dejar en paz los ventanales y puertas al exterior originales: el Museo es de los pocos trabajos de reciclado que no padece de esos horrores de aluminio y vidrio marroncito que Alan Faena tanto ama.
El interior alegra el alma por la frescura y cuidado de las decisiones tomadas. El edificio fue pintado en un calmado color claro, pensado para que el protagónico quede con las obras expuestas. Por la misma razón, los dorados a la hoja quedan en las alturas y no bajan a las marqueterías. Los pisos fueron recuperados y las partes faltantes gracias a las lluvias que se colaban fueron reemplazados, pero con la madera más clarita como para que se perciba la historia del lugar, criterio sabio y canónico entre restauradores. Las nobles columnas estucadas fueron pacientemente raspadas y recuperadas, y las del primer piso recuperaron sus oros. La escalinata fue descalzada y vuelta a colocar, con sus mármoles de Carrara a nuevo y su baranda francesa limpia y bien pintada. Los muchos vitrales del edificio, milagrosamente sanos, fueron recuperados y brillan con la fuerte luz del Tigre. Las chicas del maruflage están preciosas, frescas y jóvenes otra vez, tocando sus instrumentos rodeando una araña notable, 1500 kilos de bronces y caireles. Y luego está la explanada al río. Basta caminarla para entender por qué gente con imaginación la construyó, con sus barandales y sus farolas, captando el fresco y ofreciendo una vista de verdes y aguas inigualable.
El Museo del Tigre es notable además por su tecnología, ya que tiene cámaras de 360 grados, control de temperatura –disimulado con buen ojo en las boisseries–, sistemas inteligentes, una casa cercana dedicada a su grupo electrógeno y bajada de luz, y sistemas de panelería removibles. El patrimonio del museo está ordenado temáticamente y sorprende ver una colección semejante surgir, literalmente, de la nada.
Con esta inauguración, la Municipalidad de Tigre remata el Paseo Victorica, transformado en una promenade de jardines y glorietas que renovó su costa turística. Fue un plan inteligente y una inversión bien llevada, que termina en un alegre parque de 14 mil metros cuadrados dominado por el flamante museo, que merece una visita.
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