Sáb 11.11.2006
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UNA USINA, EL PATRIMONIO ARQUITECTóNICO Y EL PATRIMONIO VIVENCIAL

El arquero invisible

› Por Jorge Tartarini

Cuentan que la flecha salía como un rayo desde la torre almenada, y en la oscuridad de la noche atravesaba el pecho de algún desprevenido. De pibes, cuando la siesta era una obligación insoportable, nos escapábamos para jugar al fútbol o a la guerra cerca de la vieja usina. Nuestra fortaleza era inmejorable y las armas, unas ramas tomadas del terreno baldío, eterno proveedor de nuestra imaginación. No podíamos acercarnos mucho al edificio, porque decían que era peligroso, y que una vez había muerto un chico, electrocutado. Aun así, estábamos orgullosos de tenerla en el barrio. Era tan imponente que, hasta las películas de acción del continuado de los sábados las terminábamos protagonizando la gran usina. Ivanhoe, El Alamo, Tobruk y otras, con buenos y malos, con decorados que iban del medioevo a la Segunda Guerra, se rendían frente a esa mole de ladrillos rojizos, troneras, gárgolas con fieras y un ejército de hombres de mameluco, entrando y saliendo, en medio de un ruido ensordecedor. Cuando venían parientes de otros barrios, algún pibe nos contaba que en su cuadra también había una, pero más chica. Al principio nos pareció que lo decían por envidia. Pero un día que salimos con el colegio de excursión, desde el colectivo vimos más de una. Pronto le encontramos explicación al tema: eran parte de la red de fortificaciones que permitía proteger la fortaleza madre y anunciar la presencia del enemigo. La novedad hizo que tuviéramos que nombrar lugartenientes. Y hasta hubo peleas para ganarse el puesto.

La usina estaba en la cuadra, era del barrio. Otra cosa distinta eran los juegos de los sábados, cuando salíamos “extramuros”, para ir a cazar pajaritos o pescar mojarras en el “puente de fierro”. Del pavimento, pasábamos al adoquinado, y luego la tierra, hasta llegar al pie de ese enjambre de vigas de hierro, que se estremecían con el paso de la locomotora. Por entonces andaban las últimas a vapor, y ya casi todas eran diésel. La gran noticia de aquel año fue la llegada a Buenos Aires de uno de los tripulantes de la Apollo, y su sorprendida foto a una de estas máquinas de vapor con una cámara Kodak... tan añeja como ellas.

Los escenarios de la industria formaban parte no sólo de nuestros juegos diarios, sino de las visitas escolares. Difícilmente olvidemos el pantagruélico festín de chocolate que tuvimos en la fábrica Noel, por un providencial descuido del preceptor. Ni tampoco el penetrante olor a lúpulo y el brillo dorado de los maceradores en la cervecería Quilmes. Aquellos hombres y mujeres trabajando rara vez levantaban la vista de su labor, y todos parecían muy concentrados.

Las salidas en bici nos llevaban más organización. Difícilmente podía reunirse un conjunto de bicicletas capaces de llegar hasta los galpones de la estación. Porque había que andar sobre empedrado, subiendo y bajando rampas, y también rápido para eludir a algún guarda de poco humor. Por las tarimas de madera laterales, sobreelevadas, de esos galpones, hacían malabares nuestras bicicletas. Las bolsas rotas dejaban escapar semillas de girasol, maíces. Las chapas acanaladas de las paredes eran rojizas y los olores a campo, penetrantes. Subir con las bicis en mano al puente ferroviario era duro, pero valía la pena. Porque era muy largo y desde arriba podíamos ver nuestro barrio y también el otro, el de los que vivían del otro lado de la vía. Como casi no era usado por la gente, ese angosto pasadizo de hierro calado era nuestra pista de velocidad.

En aquel tiempo, fábricas, estaciones, usinas, no eran para nosotros espacios de la memoria del trabajo y la producción. Y mucho menos patrimonio. Eso llegaría luego. Solo territorios de nuestros juegos. Nunca trabajamos en ellos ni conocimos a ciencia cierta su verdadera razón de uso. Eran escenarios perfectos y eso bastaba. Hoy aquel pasado industrial parece lejano, esquivo y confuso. Pero algunas noches, cuando todo parece perdido, las visiones adquieren una resplandeciente claridad. Es cuando los fantasmas del trabajo que hoy habitan esas construcciones reconstruyen un mosaico hecho de verdad y belleza, de imaginación y sudor.

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