Sábado, 30 de diciembre de 2006 | Hoy
Por Jorge Tartarini
“Conocí a Saint-Exupéry en 1931, cuando visité con mi familia la Galería Güemes. Entonces yo tenía doce años y unas ganas enormes de volar. Mi padre, que trabajaba en Aeroposta Argentina, lo convenció para que me llevara en uno de sus vuelos sobre Buenos Aires. Desde entonces no pude dejar de mirar desde arriba la ciudad.”
El relato de nuestro octogenario es la historia de una obsesión. Primero morador habitual de las cúpulas de Avenida de Mayo y del mítico Barolo, luego del Kavanagh, del Safico, del Alas y de otros rascacielos porteños: como un escalador urbano ideal, las cumbres perdían su sabor una vez alcanzadas. Vivía mudándose de azotea en azotea. Tal vez por esta razón, eligió una transgresión para sentirse por encima de la normativa edilicia local, eligiendo un chalet de varias plantas, sobre una terraza con vista a la Avenida 9 de Julio. Durante años trabajó atendiendo los salones de venta que la firma propietaria –una conocida mueblería– tenía en el chalet, donde por las noches soñaba con reeditar aquel mágico vuelo. Un golpe de fortuna le permitió cambiar el vetusto penthouse por otro mirador urbano de privilegio en la Costanera Sur, frente al Río de la Plata, a más de 120 metros sobre el nivel del mar. Un lugar que su salud quebrada no le permitió disfrutar. Falleció luego de un par de meses en su balcón del piso 40, catalejo en mano y con un ejemplar de Vuelo nocturno, dedicado por su autor.
Pareciera que esta delirante necesidad de atrapar la quinta fachada de la urbe hoy –con otras motivaciones– no conoce límites. Desde la transgresión histórica del chalet aéreo en cuestión y de las muchas que le sucedieron hasta el presente, los avances han sido considerables y la fiebre demoledora de los ‘70 y los ‘80, ciertamente se ha apaciguado. Existen zonas protegidas con regulaciones especiales, aunque no tantas ni tan estrictas como la urbe demanda, y la densificación desmedida de algunas áreas, a expensas de megaconstrucciones de fuerte impacto ambiental, están poniendo en peligro los valores originales del rico repertorio patrimonial que hoy atesoran barrios tradicionales de la ciudad. Tradicionales y no tanto. Nótese por ejemplo lo que sucede con Puerto Madero y las torres levantadas entre los docks y la Costanera Sur. Estos obeliscos de un Manhattan criollo con pies de barro, hoy son vecinos molestos, no sólo para quienes una vez se mudaron a los reciclados depósitos portuarios, sino para el skyline de la ciudad. Vistas desde Plaza de Mayo, por detrás de la Rosada las siluetas de las moles agregan más caos al aturdido casco histórico local. Contaminación visual, en su clímax. Casi para estar a tono con la practicada décadas atrás por un banco de la city a expensas de la Catedral. No se lea en estas líneas un prejuicio fóbico anti vértigo, ni un burdo anacronismo congelacionista. Puerto Madero revitalizado, hubiera merecido mejor destino. Si miramos un instante hacia atrás, veremos que construir sin mesura, potenciando la más despiadada especulación urbana no es nuevo. Y de ello habla la febril actividad de los arquitectos que llegaron a fines de siglo XIX, atraídos por un movimiento constructor sin precedentes de una ciudad que alcanzaba las tasas de crecimiento más altas de su historia. Especulación y usura ya existían tras elegantes fachadas ornamentadas, y era moneda corriente en la edificación para sectores de menores recursos, con patios mínimos y pobres condiciones higiénicas. El negocio principal era la renta, fomentada por un endeble reglamento edilicio y la falta de regulación impositiva de la actividad. Más de un siglo ha pasado, y a los tropiezos, con marchas y contramarchas, la ciudad fue evolucionando, quedando en ocasiones desguarnecida frente a la usura y la voracidad. Perdió luchas, pero poco a poco va despertando y hoy su gente asume con mayor convicción sus responsabilidades. Resulta alentador que en los barrios los vecinos encaren la defensa de sus valores y calidades ambientales. Esta desigual lucha, décadas atrás protagonizada casi exclusivamente por asociaciones y especialistas, debería servir para modificar la prioridad que en su agenda otorgan funcionarios, técnicos y políticos en general, a la gestión participativa del patrimonio histórico y ambiental. Debería contribuir, en suma, a tomar conciencia que el patrimonio y la memoria no pueden convertirse en un mero souvenir cultural. Y, especialmente, a impulsar un desarrollo urbano que no traicione nuestro proceso histórico y cultural. Un desarrollo que hoy parece más próximo al terrorífico Vuelo nocturno de Wes Craven, que al título de Saint Exupéry.
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