Sábado, 17 de febrero de 2007 | Hoy
El proyecto de once edificios de 17 pisos en los terrenos del Albergue Warnes tiene enojados a los vecinos. Que reciben solidaridad de los también preocupados vecinos de Agronomía. Y todos siguen el ejemplo de Caballito-Flores. Un debate que aumenta y nadie atiende realmente.
Por Sergio Kiernan
nPara nuestra desgracia general, hay sólo dos maneras en que se hablan los temas a largo plazo de la ciudad. Una es la enrarecida pero necesaria de los profesionales, que resulta en planos urbanísticos muy bonitos, palabras polisilábicas y un abanico de posibles soluciones a posibles problemas. Por desgracia, los problemas de una ciudad son eminentemente políticos, no técnicos, con lo que caemos en el segundo nivel de debate. Y allí el silencio es enorme: Buenos Aires anda a los tumbos con un código que permite cosas que sus pobladores rechazan con vehemencia y son raras las políticas públicas que le cierren a alguien, como el programa de extensión de los subtes.
El tema viene a cuento por la cuestión de las torres, que fueron licenciadas por nuestra Legislatura con abandono total y aceptadas por el Ejecutivo con la habitual mezcla de ideas fallutas y timideces. Todo el mundo sabe que esta ciudad tiene una y sólo una ventaja comparativa frente a sus pares latinoamericanas: su baja densidad y la moderada altura de sus edificios. Pero al político porteño le cuesta y mucho construir un discurso que no confunda progreso con novedades, y mucho más oponerse al formidable negocio de las constructoras.
Para peor, buena parte de lo que pasa por inversión productiva es en realidad construcción, que en tiempos idos era considerado consumo pero que en estos en que hay que mostrar avances, fue reclasificado como “inversión interna”, como si fuera una fábrica de locomotoras. Toda la lógica de los números lleva a que las constructoras tengan las de ganar, desde la Rosada o el Gobierno porteño. Ni hablar de los arquitectos como clase, paralizados de timidez ante la sola idea de oponerse a un negocio que, al final, beneficia a un puñadito de colegas y a nadie más.
Pero la política odia los vacíos y la falta de debate abierto está siendo ocupada por vecinos sueltos, asambleas y grupos barriales. En este ámbito de democracia directa hay una actitud clarísima: las torres son una lacra, hay que pararlas antes de que se lleven por delante la ciudad y la transformen en una serie de masas edificadas. Los vecinos de Primera Junta salieron a la calle, sorprendieron a todos y forzaron al Gobierno porteño a una moratoria de obras que terminó esta semana.
Otro frente de tormenta está naciendo en Agronomía y Paternal, una zona de grandes espacios despejados que se ve venir la próxima oleada de “desarrollo”. El problema se centra en el gran terreno donde estuvo por años esa ruina que fue el Albergue Warnes, que fue dividido en dos manzanas de gran porte y aloja hoy un Easy y un Carrefour en una, y una escuela, un parque municipal y cuatro terrenos privados en otra. La manzana comercial, sobre la calle Warnes, será completada con un shopping construido a medias por Carrefour, que pone el terreno, y el empresario macrista Carlos De Narváez, que pone –según él– 60 millones de dólares para un edificio de dos grandes tiendas y 150 locales.
Este proyecto alarma a los vecinos más que nada en función del otro, el de hacer once torres de 50 metros de altura, de entre 17 y 18 pisos, y un total de 145.000 metros cuadrados. Como señala Valentina Bari, que es parte de los Vecinos de la Isla de Paternal –el barrio más cercano al emprendimiento y llamado “isla” porque viene a quedar entre Chacarita y Agronomía–, el shopping tiene sentido económico sólo si se hacen las once torres.
Los futuros edificios, que construirá la empresa Sadia, están emplazados en la gran cuadrota verde de un modo maquiavélico. El terreno es vagamente cuadrado y fue recientemente parquizado y arbolado, con un mínimo de juegos y bancos, por la ciudad. El plan es construirle un lago y un anfiteatro, para aumentar su uso en una zona escasísima de espacios abiertos y públicos. Lo conveniente del asunto es que Sadia tiene cuatro fragmentos estratégicos: dos esquinas, un terreno entre medio de las dos esquinas, y un lado completo, el que da a la vieja Química Estrella. Así, el complejo de torres quedará perfectamente integrado a la plaza, tanto que ésta le va a funcionar de jardín privado. Bastará que el Gobierno porteño decida enrejar el predio, como viene haciendo con todos los parques grandes, para que el efecto sea psicológicamente privatizante. Entre las torres quedará la flamante escuela, construida por Carrefour como parte del contrato de compra de su terreno.
¿Y por qué molesta tanto esto? Después de todo, esta zona de Buenos Aires fue urbanizada hace algo más de un siglo como un conjunto de grandes espacios utilitarios, mezcla de parque industrial con hospitales semirrurales (el último grito de la tecnología sanitaria de la época), Facultad de Agronomía y barriadas obreras. El único cambio sustancial fue la urbanización alrededor, el empedrado y luego el asfalto, y el aumento del tránsito de pasada. Básicamente, la calle Warnes, por mencionar a una conocida, tiene el mismo perfil que hace medio siglo y las mismas funciones que hace uno.
Pues a los vecinos les encanta esto y no ven por qué la renovación de su lugar en el mundo tiene que pasar por las torres. Agronomía y Paternal tienen amplios cielos, típicos de la ciudad de planta baja y primer piso, un ritmo tranquilo y una infraestructura que simplemente no resiste la saturación porque ni en sueños fue pensada para altas concentraciones. Para dar un ejemplo, Bari recuerda que cuando construyeron el Carrefour comenzaron las anegaciones locales, puesto que el terreno construido ya no absorbía el exceso de aguas, como antes. Hubo que construir reguladores y otras instalaciones para frenar el problema.
Lo de las once torres y su shopping complementario es, según los vecinos isleros, la punta del ovillo. Los de Agronomía, con los que ya están en contacto, les completan la foto hablando de la cantidad de demoliciones en su barrio, la cantidad de proyectos de torres y el constante Jesús en la boca que tienen por los proyectos para construir dentro de la rural facultad, tanto para la UBA como para otros. El miedo son las torres, no el cambio, como muestra que, por ejemplo, a nadie le altere en lo más mínimo el proyecto de reciclar la fábrica Estrella para lofts: los nuevos vecinos serán bienvenidos.
En resumen: las torres. Esta tipología es particularmente brutal y colonialista del espacio inmediato, y muestra la fealdad de la arquitectura utilitaria actual en toda su violencia. Es curioso, pero nadie las quiere o respeta, nadie las ve como un progreso sino como un problema a frenar. En Agronomía y Paternal ya se habla abiertamente de amparos y acción política en las calles, y a nadie parece intimidarlo la amenaza de juicios por perjuicios con que las constructoras quieren prepear a los de Caballito.
Y pensar que en La Plata todo esto se resolvió tan fácil: se prohibieron las torres y hubo un boom constructivo aun mayor, sólo que el negocio no quedó para cuatro grandes monopolios sino que, al ser en menor escala, se democratizó entre muchos actores más.
Una buena fuente para seguir este conflicto es el portal de Parque Chas, la publicación virtual que dirige Fernando Belvedere en www.parquechasweb.com.ar.
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