Sábado, 24 de febrero de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
El edificio de Talcahuano 90 acaba de ser recuperado luego de muchos años de maltrato y de llegar a un punto crítico, sobre todo en sus balcones. Una obra acotada que muestra cómo recuperar piezas patrimoniales para la ciudad.
Por Sergio Kiernan
En medio de esa zona del centro que quedó medio desdibujada, un barrio casi sin nombre entre la 9 de Julio, Congreso y Montserrat, se alza una serie de edificios de gran valor patrimonial. Esa regioncita porteña tiene la muy hermosa Unione e Benevolenza, el templo masónico, el pasaje Rivarola –el “del espejo”, La Piedad y los últimos pedazos de vereda pavimentados con inmensas lajas de piedra, que eran las que picaban los presos de Patagonia–. Tanto tesoro indica que en tiempos idos, el barrio tuvo un rol central y lucido, con viviendas de buen nivel y edificios públicos y privados notables. Luego vino la avenida más ancha de la ciudad y el centro viejo se dividió en dos: una mitad para abajo que prosperó y fue muy destruida arquitectónicamente; una mitad superior que declinó y preserva muchos tesoros.
Uno de estos edificios valiosos acaba de ser puesto en valor por el Instituto de la Vivienda de la Ciudad, como parte del plan de mejora de fachadas y cubiertas que se ofrece a piezas valiosas cuyos propietarios no pueden encarar la obra solos. Este edificio es el de Talcahuano 90, una esquina afrancesada y linda con su cúpula espigada y dos torretas laterales, que sufrió mucho y mal, y estaba en un estado crítico hasta que lo tomó la firma Restauro, que dirigen Felipe y Gabriel Monk.
El edificio nació como vivienda, con dos locales y un entrepiso para usos comerciales mixtos, en 1911 y como parte del arrastre de ese éxito urbano que fue la Avenida de Mayo. La ciudad se renovaba con la energía y la prosperidad del Centenario y por todos lados surgían estos edificios notables por su altura –¡siete pisos! ¡y con ascensor!– y por su esmerada elegancia de ornamento. Todavía hoy, con tantos maltratos, se puede apreciar la elegancia de Talcahuano 90: cómo abraza la esquina de Bartolomé Mitre con un arco que protege la ochava comercial, cómo los locales y el entrepiso de ventanas en arco perfecto, amplias, forman un basamento, cómo el cuerpo del edificio se levanta con muros alisados y ventanales verticales, elevándose, hasta rematar en una mansarda que organiza la cúpula, justo en la esquina, y las torretas que la acompañan a los lados. Básicamente, el edificio está pensado y proporcionado como una columna.
Los cateos, los parches y las fotos de época muestran que la mayoría de los ornamentos fueron simplemente retirados, manera fiacona de emparchar edificios. Faltan copones, faltan ménsulas, faltan pináculos, faltan modillones ornados. Quedaron acanaladuras verticales ornadas que aumentan la verticalidad de la ochava, dibujando una suerte de pilastras virtuales, y poco más. Para peor, la piel de símil piedra no fue reparada como corresponde sino con cemento común, a la que te criaste, por lo que el pobre edificio fue pintado dos veces. Con su mansarda ampliada y pintada de negro, con menos ornamentos, quedó curiosamente racionalizado, como abstracto.
Para cuando los Monk, padre e hijo, tomaron la obra, Talcahuano 90 tenía áreas críticas. Los muros verticales no estaban tan mal, aunque requirieron mucho trabajo de microfisuras, lavados y recuperación. Eran los balcones los que amenazaban, literalmente, caerse: sus perfiles de metal, grandes y pesados, estaban sostenidos por la voluntad divina y poco más. Cualquier remezón hubiera causado el desastre. Rehacer los balcones, devolverles su impermeabilización y reponer sus pequeños cielorrasos fueron uno de los centros de la tarea. Otro fue, como corresponde, en las azoteas, que recibieron una enorme limpieza, reemplazos de partes, sellados y otros etcéteras de mantenimiento secular.
La verdad que valió la pena. El edificio contiene pequeños semipisos francamente encantadores, organizados por un tubo central de sección oval que, canónicamente, contiene un ascensor de jaula velocísimo y una escalera que lo abraza. Los interiores son de una calidad que ya no se ve, con palieres pavimentados con pequeños mosaicos venecianos, de sección hexagonal, con puertas curvas de nobles robles, con placas de bronce en cada piso y unas lámparas que dan ganas de besarlas. Cada piso tiene un gran ventanal de iluminación y cada departamento aprovecha esa luz para sus halles internos con un enorme, sobredimensionado y muy maderudo ojo de buey de batiente, una ventanota redonda y perfecta. Las curvas se repiten en los interiores, donde se encuentran hasta puertas curvadas con sus vidrios también redondos, además de la altura de techos esperable, buenas pinoteas y algunas marqueterías.
Evidentemente, Talcahuano 90 nació como vivienda pequeña –los departamentos son de cuatro pequeños ambientes y servicios– pero cuidada y elegante, como la que le reclamaba a su novio la chica de una vieja milonga, con el detalle de los balconcitos franceses para asomarse a ver pasar “los bacanes”. El edificio se eleva hoy nuevamente limpio, funcional, muy revaluado, una pieza patrimonial porteña recuperada. Y los vecinos ya se están contagiando, pintando y lavando.
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