Sábado, 31 de marzo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
Una gran galería volvió de una forma de olvido más que injusta: ser una más, indiferenciada y apagada por reformas y abandonos. La Güemes, centro del primer rascacielos del centro y uno de los objetos más preciosos de la ciudad, está renaciendo.
Por Sergio Kiernan
Hubo un tiempo en que nuestra civilización usaba bien la plata. Se llamara billetera o capital, la idea imperante era construir –comprar, acumular– cosas valiosas y no simplemente caras. Ese mandato cultural es lo que explica que una familia de medios se construyera una mansión bella, ocupara un departamento elegantísimo, levantara un casco de estancia incomparable, y los llenara de tesoros nuevos o antiguos, de piezas de arte y de libros. Ese mismo impulso hasta hacía que eventualmente los donaran para uso público, lo que explica que las grandes colecciones de nuestros mejores museos porten grandes apellidos.
Ese impulso parece que pasó o quedó limitado a una retaguardia que se rehúsa a ser pop y descartable. Es una minoría: el que busca hogar paga miles de dólares el metro por edificios descartables y execrables, carentes de todo valor intrínseco, y el que invierte quiere simplemente un galpón donde desarrollar su actividad.
Las Galerías Güemes fueron creadas por la vieja civilización y fueron abandonadas por la nueva. Uno de los mejores edificios que se hayan visto por estos rumbos, una pieza realmente única salida de la cabeza de ese joven creador llamado Francesco Gianotti, yacía sucia, vandalizada y remodelada con todo abandono en el mejor estilo argentino. Que es ese estilo que corta sin pestañear una reja secular forjada a mano, para zamparle un aire acondicionado. El buen Señor, que es arquitecto, algún día nos castigará por cosas así.
Lo que Gianotti creó en 1915 como inversión más que rentable fue un notable edificio que se alzaría sobre dos terrenos que se tocaban de cola, recorriendo juntos las varas que van de Florida a San Martín en la cuadra que completan Mitre y la vieja calle Cangallo. Con la asombrosa altura de 14 pisos más torre y 27.000 metros cuadrados, el proyecto era de lejos el objeto más alto de la ciudad, una punta sobre lo que era todavía una llanura edificada. Básicamente pensado para alojar oficinas, el edificio ganaría fama por su galería, bautizada Güemes cuando el proyecto fue comprado por inversores salteños. Florida era entonces la vía elegante de la ciudad y el nuevo edificio apuntaría a ser uno de sus puntos notables, con un hermoso teatro en el subsuelo.
La galería tiene ese planteo clásico y esa decoración casi oriental del Art Nouveau, más madrileño que otra cosa, un estilo que floreció en la expansiva y próspera Argentina. Es una larga nave que cruza la manzana completa, bien proporcionada, a la manera clásica, y cubierta por una bóveda de cañón corrido. La galería tiene tres sectores bien marcados por dos cúpulas y el sector central es exactamente el doble de largo que los extremos. Las cúpulas coronan además los accesos a los “edificios”, la manera elegante de llamar a los cuatro cuerpos en que se divide el conjunto.
Gianotti se debe haber divertido a lo grande con tanta fachada: las del edificio en cada calle, las del edificio por arriba de las calles, las de su torre y las dos largas, muy largas, que a fin de cuentas conforman una galería. El interior de la Güemes es una selva de ornamentos, de ménsulas y luminarias de bronce, de esculturas, herrerías, tímpanos con grafitos en estilo casi bizantino y cantidades alucinantes de marmolerías. Todo este despliegue es ordenado por la regularidad de disposición de estas fachadas internas. La galería es de doble altura y sus altas columnas contienen grandes aperturas que dejan ver una planta baja y un entrepiso. Estas columnas tienen un basamento de granito rojo, fustes de mármol italiano clarito y cálido, y unos remates que no llegan a capiteles y se integran a la bóveda sosteniendo una noble cornisa muy simple. La línea vertical de las columnas continúa en la bóveda en forma de nervaduras muy marcadas, que mantienen el ritmo de abajo.
Las bóvedas están puntuadas por grandes paños de vidriería, grandes tragaluces bordeados por luminarias como ojos, ovalados y blancos. Junto a las dos cúpulas, construidas con los mismos materiales pero más ornadas, le daban a la galería una gran luz natural y una sensación de espacio mayor al real. Esta luminosidad y expansión se reflejaba en las entradas a los “edificios”, rematadas de esculturas de bronce o pintadas como si lo fueran, que anunciaban el acceso a los mejores ascensores jamás vistos, y punto: nadie, nunca, pensó un acceso a un ascensor como Gianotti en este edificio. Vale la pena ir a la Güemes para ver los grupos escultóricos en bronce que ennoblecen las cajas que suben y bajan.
Esto es, claro, las que sobreviven. La galería fue maltratada por la modernidad falluta con el encono que se merecen las obras maestras. Muchas de estas esculturas desaparecieron junto con muchas, muchas luminarias de bronce. Las hectáreas de mármol boticino viraron a un profundo negro mugre, jamás lavadas en muchos años. Las cúpulas, que siempre tuvieron goteras, fueron tapadas ¡con hormigón!, usando sus herrerías como fierros de encofrado. Las molduras, esculturas, tragaluces y murales en grafito de la bóveda desaparecieron bajo varias capas de pintura color cremita. Y el sector que da a Florida simplemente desapareció: sufrió un incendio en 1971 y fue reconstruido en el estilo oficina de dentista que favorecían los modernos de esos tiempos. Ante semejante panorama, no extraña que cada local hiciera lo que quisiera, por lo que no sólo desaparecieron los ornados interiores –queda, aquí y allá, alguna moldura para indicar la gloria que fueron– sino que la galería pareciera una calle llena de carteles.
Pero finalmente llegó la caballería. Tardó, pero llegó. En 1995, cuando la Güemes cumplió los 80, se empezó a hablar de restaurarla y se encargaron estudios que no llegaron a nada. El rescate comenzó con un nuevo gerente general, Fernando Bertello, que es un hombre de ideas claras y una intensidad apacible pero tenaz. Bertello entendió que estaba a cargo de un tesoro oculto, uno de los mejores edificios de la ciudad y un emprendimiento comercial casi centenario con un potencial formidable. En 2004 se contactó con el arquitecto Reinaldo Lemos para hacerle una pregunta: en el hormigón que cegaba las cúpulas, ¿estarían los hierros originales? Un simple cateo hizo aflorar herrerías vegetales y contestar la pregunta. Lemos presentó un proyecto para realizar una restauración integral en cinco módulos, uno por cada cúpula y cada segmento sobreviviente de la galería (el de Florida no tiene remedio: lo que fue bóveda aloja hoy burdas losas de hormigón).
Con la aprobación de los dueños del edificio, comenzó el trabajo que acaba de llegar a su quinta etapa. Sería interminable enumerar los trabajos de amor realizados en este edificio: piedras lavadas, herrerías reparadas, pinturas raspadas, bronces lustrados, murales liberados, piezas robadas o tiradas que fueron reemplazadas. A la vez, se cambió la política hacia los inquilinos y las oficinas fueron recuperando su aspecto original, con prohibición de moquetes y recuperación de increíbles pinoteas, mientras que los locales se fueron librando gradualmente de cartelerías y recobraron la amplitud de sus aperturas originales, dejando ver aquí y allá alguna marquetería que se salvó y hasta piezas de los varillados de bronce originales.
La Güemes está, así, volviendo a ser un lugar de extrema elegancia y ya la recorren los turistas de boca abierta y cámara lista. Hasta los porteños, difíciles de conmover, caminan mirando hacia arriba. No es para menos: este pasaje urbano es uno de los lugares más bonitos de acceso público en la ciudad, una suma de decisiones de buen gusto de Gianotti –cuya siguiente obra de porte fue El Molino, nada menos– y de los que están rescatando su obra.
Y por eso, gracias. Chapeau. Bravo.
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