Sáb 05.10.2002
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Cómoda en su tradición

Es una casa de campo nueva, contemporánea y con todo el confort. Pero su lenguaje es revolucionariamente tradicional: sin folklorismos, utiliza las reglas de proporción y decoración del único estilo que podemos llamar argentino.

Por Sergio Kiernan

lHace demasiados años, Leopoldo Marechal escribió un pequeño librito sobre “un amigo”, Alejandro Bustillo. Casi un folleto, el tomito tiene varias fotos de obras del arquitecto y un texto breve del poeta que, provocador siempre, arranca diciendo que la obra de Bustillo es revolucionaria. Enseguida tiene que aclara la boutade: a don Alejandro, tan conservador e hispanista él, se le daría vuelta la peluca de asombro. Marechal explica que revolucionario no es necesariamente sinónimo de novedoso, que en el contexto de la época un Bustillo resultaba revolucionario por ir contra el nuevo canon, por no comulgar en altares modernistas, no ser un sonso que se quiere hacer siempre el original. En resumen, por ser alguien que tiene raíces más firmes que la última revista de arquitectura.
El viejo maestro no anduvo solo en esta idea de, por ejemplo, hacer casas de campo con aire a casas de campo. En la zona norte de Buenos Aires hay un constructor –que no un arquitecto– que vive y trabaja en una alzada al estilo campero tradicional argentino. Linda, cómoda, nueva, ducha en un lenguaje compositivo con más nudos que un ombú, la casa es una muestra de las ideas de Francisco Bellouard, ideas que él jura “que mamó” y no estudió, que conoce de puro criado en el campo nomás.
La casa es blanca y se asienta en unas hectáreas de campo apacible y en loma, pegado a un arroyo rebelde que cada tanto crece. Bellouard encontró el lugar, que tenía una tapera de dos cuartos, ya destechada, con los yuyos crecidos y el adobe que suplía al cemento despegado. Su cuadrilla votaba por demolerla y arrancar de cero, pero el constructor decidió “dejarla, por si tenía fantasmas”. La tapera aloja hoy las cocinas de la casa y sirvió como regla de proporciones y alturas para el resto del conjunto.
Son 200 metros cuadrados dispuestos en línea, como si fuera un muro, dividiendo dos parques. Al de entrada se accede por una cancel de hierros canónicos, abertura en una barda baja coronada con herrerías en lanza. Es un parque simple, con los árboles viejos encontrados en el lugar a los que se puede mirar desde la galería techada, ancha y panzona para que sirva en los días de lluvia, y que protege la entrada social. Al lado y cercana a la cancel, hay una arcada que permite acceder al otro lado de la casa, al segundo parque dominado por un ombú gordo y antiguo que vive pegadito a la galería de quince metros de largo, que ahora en primavera se transforma en living y comedor casi permanente.
La planta es la simplicidad en persona. Arrancando de la vieja tapera, viene un comedor elegante en sus tonos oscuros –especialmente el muy georgiano verde de la chimenea de paneles a la inglesa– y alegrado por una araña de vidrio. Sigue el prolongado y claro living, también con chimenea y deliberadamente dejado a medio llenar. Más allá, un dormitorio con su baño y finalmente la suerte de suite principal del dueño de casa, un tres ambientes autocontenido de dormitorio, escritorio y baño privado, con salidas propias al parque.
Lo notable del lugar es su tranquila fidelidad a las tradiciones. No hay absolutamente nada criollista en esta casa. De hecho, la decoración juega de local en la cultura europea. La cosa está en las proporciones de siempre, las ventanas altas con reja, las banderolas y postigones de madera pesada, los cielorrasos cubiertos de pinotea pintada, los anchos jugando con los altos y los largos en números redondos. Por afuera aparecen los marcos, molduras y decoraciones sencillas característicos de un estilo nacido al borde del Mediterráneo, pulido y adaptados en las soledades pampeanas. Sin pintoresquismos, sin folklorismos.
Simplemente, se trata de ser “revolucionario” por el respeto a las técnicas tradicionales. “Los cascos de estancias viejas fueron construidos por gente que no era arquitecta”, reflexiona Bellouard. “Gente que sabía muy bien lo que hacía, que construyó cosas muy lindas y muy valiosas. Son imágenes que vi de muy chico, viviendo en casas así en el campo, visitándolas, estando en ellas. Son elementos que tengo muy integrados yque me salen muy de adentro.” Estos elementos son severos, recatados, equilibrados, en fin, criollos.
Como la casa no es un museo, todos sus materiales son nuevos excepto algún elemento de demolición, como el par de airosas farolas que reciben al visitante en la galería de adelante. También hay una concesión a la idea moderna de confort: los dormitorios tienen un pasillo interno en lugar de circular simplemente por la galería o al aire libre. Las instalaciones son las que se pueden encontrar en toda casa contemporánea.
El efecto general que crea el lugar es curiosamente atemporal, clásico. Muchos creerían que tiene un par de siglos, que fue heredada y reacondicionada, que sufrió ataques indios. Con su firma “Campo y Casas”, Bellouard ya trabajó en casas realmente así, estancias o puestos viejos que necesitaban una mano respetuosa que los refaccionara, casas de huéspedes en consonancia con la residencia principal, ampliaciones, edificios flamantes para gente en fuga de modernidades pasajeras.
Todo nace dibujado, por supuesto, con aquellas imágenes infantiles tan arraigadas como temario. “Es una casa argentina”, dice su autor. “Una casa que usa un lenguaje que fue creado aquí con todo el equipaje traído de España, filtrado por otras tradiciones e interpretado aquí desde siempre. Por eso funciona.”

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