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Sábado, 7 de julio de 2007

NOTA DE TAPA

Los fantasmas de la ópera

El Teatro Colón cumple un siglo el 25 de mayo de 2008 y por suerte no estará listo: habrá tiempo de no cambiar su telón y sus textiles, de restaurarlos y limpiarlos, evitando poner en riesgo su mágica calidad sonora y cambiando sus valores estéticos.

 Por Sergio Kiernan

El año que viene el Teatro Colón cumple un siglo, y la buena noticia es que no estará realmente listo para su centenario. Nuestra ópera llegará al concierto del 25 de mayo de 2008 reluciente, renovada y restaurada en casi todo menos en sus muchos textiles, lo que dará tiempo a repensar algunas decisiones y a tomar varias que faltan. En concreto, qué telas hay realmente que cambiar y qué telas hay que dejar y restaurar, además de decidir quién las restaure.

El Colón es un pequeño milagro de acústica que algunos rankean como la mejor sala del mundo para escuchar la voz humana y una de las mejores para la música. De hecho, hasta los que por un motivo u otro quieren defender otros teatros, admiten que esta pieza en la lejana Argentina es de las mejores jamás realizadas.

Que un teatro tenga semejante acústica es un milagro o una casualidad. El arte de planear sonidos y hacerlos viajar de una manera u otra es francamente artesanal. Hay trucos, conocimientos y bases, pero nadie puede realmente garantizar que ese proyecto en el papel o la pantalla se transforme algún día en un perfecto transmisor de sonidos. En tiempos idos, los teatros se copiaban metro en mano, usando de modelo alguno que sonara bien. Pero la historia de la música está llena de críticas y desastres: el gran Handel opinaba que daba lo mismo un teatro que un granero y de hecho estrenó su Mesías en un galpón portuario de Dublín que sigue ahí, preservado y con buena acústica.

Como nadie sabe realmente qué es lo que hace que un teatro suene bien, la regla es que los cambios y novedades deben ser mínimos y temerosos, no sea cosa que se toque algo que cambie las calidades sonoras. Uno de los elementos más relevantes son justamente los textiles que dominan en toda sala. El Colón tiene hectáreas de cortinados de palcos y de tapizados de butacas que absorben o reflejan sonidos de una manera imposible de cuantificar. En 98 años no hubo cambios drásticos en estas interminables superficies y los que propone el Master Plan del Teatro resultan, por tanto, inquietantes. La voluntad explicitada hasta ahora es básicamente la de cambiar todo.

Esto inquieta además por razones estéticas: una cosa es restaurar un teatro antiguo, modernizar sus instalaciones, restaurar lo dañado, limpiar lo sucio, y otra cosa es hacerlo a nuevo. El Colón tiene un siglo y no es una actriz desesperada por seguir siendo joven. No necesita botox y puede airosamente mostrar su edad.

Estas decisiones estéticas se agravan por dos razones. Primero, porque los textiles que ornan el teatro y en particular su telón son realmente estupendos. Cuando se hizo esta ópera se hizo por lo alto, sin límite de gastos y para mostrar al mundo que este país había llegado. El Colón está realmente a la par de cualquier teatro europeo, supera a casi todos y no tiene rivales de este lado del océano. ¿Por qué cambiar su telón insuperable? ¿Por qué siquiera copiarlo?

La segunda razón de la inquietud es la falta de una figura clave en el equipo que supuestamente coordina las tareas: no hay un raccord, palabreja francesa que indica al curador de la parte estética del proceso. Es la persona que hace que el que restaura los dorados esté a tono –literalmente– con el que pinta muros, con el que diseña la iluminación y con el que cambia los textiles, para que nada brille más o menos de lo que le corresponde en el conjunto. Cuando le contaron de las tareas en el Colón al experto François Graff, que se encargó de la Opéra de París, nada menos, lo primero que preguntó fue quién era el raccord. Su asombro se completó al enterarse que ni siquiera hay un especialista en patrimonio en el equipo encargado, al menos no en funciones de mando.

Por suerte, de la confusión surgió la demora, y de ella la chance de no cambiar los textiles del teatro, que son perfectamente restaurables. De hecho, 17 miembros del equipo de tapicería, pintura y sastrería-bordado del mismo Colón se ofrecieron por escrito a restaurarlos, telón incluido, en carta al todavía jefe de Gobierno Jorge Telerman. Estas personas son las que llevan añares arreglando y manteniendo en funcionamiento el telón, una inmensa y compleja pieza con capas y más capas de entretelas, y una complicada estructura interna entre el terciopelo bordado y el telón antiflama, invisible al público. Aceptando con modestia cualquier asesoría técnica, estos trabajadores del teatro calculan que les tomaría unos ocho meses dejar el telón y los demás textiles restaurados.

Habría que respetar estos textiles históricos y de un precio faraónico. Habría que tratarlos como piezas de arte decorativo de valor intrínseco. Ohan Kalpakian, maestro textil y tal vez el mayor restaurador de tapices que tenemos, explica siempre que los textiles no se lavan ni se tiran. Se les saca el polvo, se limpian manchas rotundas con paciencia y celulosa fresca, se reponen los hilos faltantes con materiales idénticos y sobre todo se acepta que un tapiz francés del siglo 18 es una pieza valiosísima que tiene sus siglos y que debe mostrarlos. No se limpia a seco un Aubusson y no se lo tira por viejo.

Lo mismo con el telón de nuestro Colón y con los bellos guardagargantas de sus palcos, cribados de bordados. Hay que restaurarlos y dejarlos en su lugar, limpios y restaurados, y originales. Todavía hay tiempo de mostrar algo de rigor, no afectar la acústica del teatro y no afectar su estética. No es una cortina, es una pieza única.

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