PATRIMONIO
› Por Jorge Tartarini
Era la undécima vez que explicaba para qué y por qué conservar el patrimonio servía para algo. En esos barrios que vivían añorándose a sí mismos todo el tiempo, no había que esforzarse demasiado para generar entusiastas de ocasión. Las charlas en el taller duraban no más de una hora y en ellas afloraba de todo. El abuelo con las fotos del barco y su primer trabajo en un Estado fuerte y protector, el pibe con sus conmovedores –y horripilantes– dibujos, el memorioso, la peluquera locuaz y hasta un chino del supermercado, traído a regañadientes. Al principio, el semanario local había confundido la palabra “patrimonio” con “matrimonio”, pero ahora todo era más llevadero y hasta exasperadamente armónico. El propio dueño de la inmobiliaria parecía más humanizado y el párroco ya no pintaba a voluntad la capilla y sus santos. La prolongada prédica del especialista parecía haber dado sus frutos.
Una noche, luego de cenar en el pequeño hotel del pueblo, nuestro especialista salió a caminar sin rumbo fijo. El boliche de la estación de servicio había cerrado y en las pocas casas donde se veía luz el brillo de la TV lo impregnaba todo. Sin opciones donde apaciguar el aburrimiento, caminó hasta la medianoche. Ya llevaba más de dos meses allí con la misión de explicar la importancia de aquel reconocimiento internacional al paisaje cultural de la localidad y a sus magníficos recursos naturales.
Volviendo al hotel, pasó frente al salón donde se reunía a diario con la gente del lugar. Un haz de luz salía de adentro y se oían voces. Algunas le parecieron conocidas, pero había en su tono algo distinto. Aquellas que por la tarde sonaban sensatas y amables, ahora lucían descarnadas y ásperas. Si las primeras habían despertado su simpatía, éstas lo apabullaban y confirmaban algunas de sus sospechas. La gente en uno y otro caso era la misma, pero sus personajes eran otros. Aquella representación se parecía a un ensayo de actores antes de subir a escena. Decidió entonces permanecer a escondidas, presenciando todo aquello.
El artesano del pueblo se probaba un traje típico comprado en otra parte, la curandera ensayaba con un cuis medicado una “mágica” poción, un par de ancianos repetían un guión con historias de vidas ajenas contadas como propias, el especulador estudiaba cada resquicio dejado por la futura normativa de protección para sus negocios, y quien parecía comandar aquel plan no dejaba de quejarse por los pagos que mes a mes debían hacerse por el alquiler de los depósitos donde se guardaban todas las cosas anteriores a la evaluación. Marquesinas, neones, letreros multicolores de bailantas y vidrieras de locales tipo todo por dos pesos, y más. También protestaba por el monto que había demandado conseguir los formularios y principios de la Convención del Patrimonio Mundial, que se usaron para dar forma al plan. Es decir, el guión y adaptación de lo existente a lo deseado por este organismo internacional.
Fue a partir de aquel anuncio oficial sobre la presunta declaratoria del pueblo que comenzó aquella farsa. Porque con la declaratoria llegaría el remedio a todos los males de su estancamiento. Y para lograrla había que cambiar todo lo que, aunque propio, no cuadrara con lo considerado auténtico y valioso para aquel mundo de expertos en patrimonio, pletórico de arquitectos, antropólogos, historiadores y funcionarios agradablemente cultos. Sea como fuere, había que conseguirlo y no podían existir fallas. En puntas de pie, nuestro especialista se alejó de aquel cuadro, digno de Dogville.
Al día siguiente, el taller de patrimonio continuó igual y poco después los especialistas elaboraron un informe destacando el alto sentido de pertenencia de los pobladores con su patrimonio y sus responsabilidades al asumir la declaratoria salvadora. Lograda la condecoración, hubo acto con discursos, comidas típicas, videos y paseos por aquel paradisíaco patrimonio. Para quien no conociera el guión, la obra lucía casi perfecta.
El tiempo fue pasando y también cambiando aquel panorama. El sitio se había ido degradando y, luego de ser colocado en la lista de monumentos en peligro, fue directamente desafectado. Los hoteles en torre, los paseos en 4x4 y los personajes reinventados por la declaratoria se fueron desvaneciendo y cada uno volvió a su vida anterior. Junto a los tejidos típicos retornaron los telares con diseños de los Simpson. Al lado de las empanadas y los tamales regresaron las milanesas con fritas y las pastas, y los abuelos que saludaban a todos desde sus sillones en las apacibles aceras, volvieron a hacerlo pero sólo a quienes les viniera en gana. La maestra retomó su look dark y la peluquera reemplazó el trenzado indígena por el esculpido de uñas en sobrerrelieve que aprendió de una pariente en Miami. El intendente redecoró su despacho y se deshizo de los pesados muebles de algarrobo, cambiando los posters con paisajes locales por otros de playas con arenas blanquecinas. Los turistas se fueron y con ellos, su dinero. Para algunos fue duro retornar a la rutina habitual, pero otros íntimamente agradecieron el cambio. Llevar un disfraz histórico ajeno y lejano y, en lo cotidiano, convivir con un presente escenificado, más que gozar del patrimonio se había convertido en una sentencia a perpetuidad difícil de sobrellevar. Después de todo, si los vientos cambiaban, siempre habría tiempo para reinventar una nueva candidatura mundial.
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