IGLESIA DE LA MERCED
El equipo de Teresa Gowland acaba de terminar la restauración de la cúpula de La Merced, en plena City. Un trabajo de ocho meses que recupera una impactante obra de arte medio olvidada.
Esta semana volvió a verse en toda su gloria la cúpula de la iglesia de La Merced, vieja de siglos, linda de estremecer, muy dañada por aguas y falta de mantenimiento. El equipo que dirige la restauradora Teresa Gowland terminó el viernes los ultimísimos retoques al tambor de la cúpula, mientras se bajaban caños y tablones para despejar el espacio mágico. Fue una chance final de ver las pinturas y dorados como las vieron por última vez sus autores hace más de un siglo, bien de cerca. Siguen asombrando por su belleza y la perfecta técnica.
La iglesia de La Merced es un sobreviviente colonial en lo que hoy es la City y alguna vez fue el centro de la aldea virreinal y la ciudad federal. En la esquina de Reconquista y Perón, muestra todavía su volumetría española y su atrio de plaza pública, enorme frente a las ínfimas veredas de la zona. El primer templo de La Merced era del siglo 17 y de adobes, bajito y pobretón, y fue reconstruido en su totalidad y reinaugurado en 1730. Según la información histórica, era uno de esos templos blancos y desnudos, con toda la atención, el color y la forma concentrados en sus magníficos altares, muebles arquitectónicos si los hay.
Como se sabe y se puede ver en todas las iglesias viejas porteñas, esta blancura minimalista no era del gusto tardío victoriano, con lo que a fines del siglo 19 hubo una epidemia de remodelaciones y redecoraciones eclesiásticas. En términos concretos, sólo la bella iglesia del Pilar, en Recoleta, salvó sus ropas españolas y mantiene el viejo planteo de espacios vastos y blancos que destacan altares y capillas laterales.
La Merced fue reinaugurada en 1894, completamente cubierta de pinturas, decoraciones y colores, un cambio impactante atribuido al italiano Luis de Rossi. El templo fue también profundamente italianizado en sus revoques exteriores y su atrio ganó una verja memorable, con luminarias integrales que siguen ahí para alegría porteña.
Pero claro, es una iglesia argentina, manejada por argentinos, una etnia que detesta ideológicamente el concepto de mantenimiento. Las maravillas luminosas del templo pasaron un siglo largo sin toques ni limpiezas, aguantando. Hace unos años, se arreglaron los exteriores para evitar la catástrofe total por las filtraciones de aguas con una generosa (y sabia) donación del Banco de Galicia. Ahora se terminaron los primeros trabajos del interior, de la mano de Gowland y con las Fundaciones Rocca y American Express financiando trabajos bajo el paraguas de esa entidad indispensable, el World Monuments Fund.
Lo que se encontró el equipo de restauradores –doce, varios graduados y otros todavía estudiantes del INUA– fue una gran cúpula a una altura que marea contemplar con graves problemas. Había dos serias rajaduras, ya detenidas y consolidadas, pero en las que casi se podía meter el dedo por lo profundas. Había un desprendimiento general de materiales aunque asombrosamente no se habían perdido tantas superficies pintadas como podría haber ocurrido. Y había una mugre de 113 años que había oscurecido todos los colores y los oros.
Como manda el sentido común, lo primero que hizo Gowland con su equipo fue revisar las técnicas originales. Descubrieron que eran canónicas: sobre un mortero a la cal se había pintado con un temple hecho con cola y pigmentos directos. Entonces, se comenzó por consolidar el material que existía, usando adhesivo pulverizado, para luego limpiar y limpiar. Los faltantes se repintaron usando las mismas técnicas de temple.
Hasta el viernes se podía ver todo esto de cerca, subidos a un altísimo andamio que te dejaba con la lengua afuera y transformaba a la cúpula en un ambiente increíble y redondo. Lo que se veía era primero un “tambor”, perfecto anillo decorado con grotescos en oro y los escudos argentino y de La Merced, alternados. Este tambor avanza en una cornisa muy decorada, que oculta un mínimo pasillito de acceso con una baranda casi abstracta, nivel más alto donde se alternan seis vitrales con seis pinturas murales. Los vitrales –santos, Jesús, el ángel de la guarda, el Sagrado Corazón– vienen de Bordeaux y serán restaurados en estas semanas por especialistas financiados por la Fundación American Express. Las pinturas intermedias son decorativas: vegetaciones renacentistas en ocre rematadas por querubines rechonchos.
Luego viene la cúpula en sí, completamente cubierta por pinturas pretendiendo ser arquitectura en trompe l’oeil, la técnica teatral de pintar de modo de engañar el ojo. Lo que se ve es una cúpula entramada en artesonados hexagonales, triangulares, pentagonales, cubiertos de vegetaciones sobre fondos de vívido añil, todo dominado por seis pinturas olvidadas bajo el olvido siempre gris (o marrón polvillo). Son seis ángeles pintados en Florencia por el también italiano Ernesto Belami en el más puro estilo prerrafaelita, de melenita y gorditos, muy bien vestidos con túnicas que anuncian el inminente Art Nouveau. Las seis pinturas no están realizadas sobre el muro sino en telas, al óleo y con oros de fondo, con lo que son estrictamente un marouflage. Los ángeles habían perdido parte de sus superficies, que fueron repintadas a la acuarela, y sus oros parecían herrumbres. Ahora brillan renovados.
Esta belleza es rematada por un cupulín celeste y blanco, miniatura del principal, que deja entrar luz por medio de ventanas blancas y azules azulejo. En el remate, el punto más alto del templo, una línea de estrellas forma la letra M, inicial de la patrona.
En resumen, hay que ir a La Merced, acercarse al altar mayor y levantar la vista para ver esta luz, este color, esta obra de arte a nuevo. Gowland y su equipo hicieron un trabajo de primer nivel.
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