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Sábado, 19 de enero de 2008

VIVIENDA Y PATRIMONIO

Patrimonio con curadores

Una experiencia norteamericana, hasta ahora rural, comienza a asomar en las ciudades: vivienda gratis en edificios patrimoniales, a cambio de restaurarlos y mantenerlos.

 Por Sergio Kiernan

Hace unos treinta años, la bella y decadente ciudad de Baltimore entró en crisis terminal. La década del setenta en EE.UU. fue la de la aceleración de la huida a los suburbios, la estampida de la clase media fuera de los centros urbanos tradicionales. Hasta Nueva York, que parece que se bancara todas, se vio afectada, y hubo ciudades como Detroit que nunca se recuperaron. La costa Este norteamericana, y en particular su sector norte, está llena de ex urbes, ciudades donde se adivina el pasado esplendor bajo la mugre que cubre edificios espléndidos en lugares como Newark.

Baltimore iba por el mismo camino. La ciudad natal de Poe es un puerto tradicional y cabecera de la inmensa bahía de Chesapeake, un laberinto de islas e ínsulas que se doblan creando un gran refugio de las furias del Atlántico. Curiosamente francesa –es la única en el país con cúpulas y mansardas de pizarra gris, y con frentes de piedra París en los edificios centrales– Baltimore se había encerrado detrás de un puerto industrial horrendo y sucio. Cortada del agua, la ciudad se había estirado tierra adentro y el centro había quedado entre una autopista y un bajo abiertamente peligroso. Todo el que podía, rajaba del crimen en aumento y de la decadencia urbana.

Baltimore se salvó con una política tan acertiva que todavía asombra. Primero, expulsó el puerto de su costa y sólo dejó un parque de containers en un barrio básicamente industrial y de servicios, con poca población. El resto fue darle permisos a un consorcio privado para edificar uno nuevo cerca pero no en el ejido urbano. Demolido el puerto, se construyó una amplia costanera con una marina deportiva, un amarradero para la bella fragata-museo USS Constitution, y un conjunto de edificios tontos pero limpios para shopping, tiendas y oficinas. Como en Puerto Madero, se demolieron las barreras físicas que separaban el puerto de la ciudad en sí, levantando hasta las vías, se iluminó todo y se limpió.

El efecto fue electrizante e inmediato, con un renacimiento rapidísimo de la ciudad. El paso complementario fue francamente no convencional: resulta que el puerto terminaba en una suerte de península redonda con el “Barrio Viejo”, algunas hectáreas de casas todavía básicamente del siglo 19, con algo del 18 y poco del 20. Una belleza destruida, porque hacía muchos años que el barrio era un ghetto pesadísimo, mercado de todas las heroínas y zona de guerra al caer la noche. Lo que hizo la ciudad fue buscar vivienda para todos los que malvivían ahí, dispersándolos y retomando todas las casas, barracas y edificios. De inmediato se empezó a mejorar la infraestructura y a reasfaltar el lugar. Y de inmediato se regalaron las casas: quien quisiera una sólo tenía que pagar un dólar y firmar un contrato donde se comprometía a restaurar a la perfección la casa recibida, preservando y reconstruyendo sus detalles originales al menos en el exterior.

Las casas terminaron costando bastante más de un dólar, pero el negocio cerró para todas las partes. Baltimore no sólo sobrevivió sino que para 1980 era una ciudad floreciente. Cientos de familias terminaron viviendo frente al mar en casas históricas perfectamente restauradas e instantáneamente transformadas en una atracción cultural de primer orden. Y los viejos habitantes del barrio marginal se mudaron a viviendas mejores y quedaron integrados en programas sociales.

Esto de regalar casas a cambio de restaurarlas fue muy llamativo en su momento pero hizo escuela. En Estados Unidos van tomando fuerza los Programas de Curaduría por los cuales familias o individuos reciben vivienda gratis –no en propiedad sino en “alquileres” de muy largo plazo– a cambio de mantener y sostener edificios históricos. Son sobre todo edificios rurales o en pueblos pequeños, comprados o recibidos por los estados para integrar esas tierras a parques provinciales, que siguen en pie por su valor patrimonial. El problema, como en todas partes, es mantener estos conjuntos por definición frágiles. La solución es nombrar curadores, personas que pueden vivir en estas casas sin pagar alquiler a cambio de hacerse cargo de los gastos de mantenimiento y de aceptar regulares inspecciones y detallados contratos sobre qué se puede y qué no se puede hacer con el edificio.

El sistema promedio pide que el “inquilino” presente una propuesta de renovación de la propiedad, en el entendimiento de que los exteriores no pueden alterarse, sólo restaurarse, y que está prohibido cambiar elementos destacados de los interiores. Tampoco se pueden hacer cambios drásticos como entrepisos y es raro que se autorice a voltear paredes para crear el bendito loft, tan de moda. La propuesta debe incluir un presupuesto para la obra de restauración e implica aceptar un contrato largo –en algunos estados, de 25 años, en otros de por vida– que garantiza vivienda gratuita, con por lo menos una inspección técnica al año y la obligación de mantener la propiedad en buen estado luego de la restauración.

Aunque todavía son pocas las propiedades en el programa, ya hay competencia para conseguir las que van entrando a este peculiar mercado. Es que por el costo de una restauración y puesta en valor, muy modesta frente al costo de comprar una vivienda, se consigue una garantía a largo plazo de cero alquiler. Como demostraron largamente los programas más viejos –el primero nació justamente en Baltimore, en 1982– el costo de mantener una casa de época no es particularmente superior al de cualquier otro tipo de vivienda. Ahorrarse la hipoteca o el alquiler hace toda la diferencia.

Los programas de curaduría están empezando a ser considerados para propiedades urbanas. En general, en Estados Unidos los edificios que por cualquier razón terminan en manos del Estado –por muerte sin herederos, por impuestos atrasados– son vendidos rápidamente. Pero algunas ciudades están comenzando a guardarse algunos por su valor histórico o patrimonial y tienen que encontrarle usos. Como hasta la ciudad más grande puede sostener un número limitado de museos, algunos de estos edificios terminan de oficinas o depósitos, con el consiguiente maltrato, pero muchos no tienen el tamaño o responden a los reglamentos de seguridad modernos. Por eso suelen quedar ahí, juntando polvo y generando gastos. La curaduría urbana es una solución posible.

¿Adivinen qué ciudad latinoamericana tiene cientos de inmuebles de todo tipo, muchos patrimoniales, sin uso?

Algunas propiedades en el sistema de curaduría pueden verse en las páginas www.destateparks.com/cuarator; www.dnrstate.md.us/publiclands/curatorship.html y mass.gov/dcr/stewardship/curator.

El patrimonio en el Interior

Nuestro editor vocacional, Jorge Cohen, encargado de revisar la prensa del Interior, nos envía un noticiero de temas patrimoniales que demuestra que la inquietud por frenar la destrucción general de todo lo histórico no es ni por mucho cosa de porteños. Un ejemplo refinadísimo se vio recientemente en Ensenada, donde se remodeló la plazoleta Ortiz de Rosas, una de esas obras de mantenimiento regulares que terminan siendo una reconstrucción total de las que aman los funcionarios. Resulta que la constructora se pasó de rosca y retiró el cordón de la vereda, unos doscientos metros de granito gris que estaba allí desde siempre. El reemplazo fue uno de esos cementos que quedan lindos para la inauguración y luego se manchan para siempre jamás. ¿Por qué cambiaron este cordón? Para facturar uno nuevo, por supuesto, porque no había ninguna razón material.

Así lo entendieron los vecinos de la ONG Nuevo Ambiente, que le cayeron encima a la municipalidad local preguntando dónde estaban las viejas piedras y por qué se habían retirado. El gobierno contestó que las piedras se guardaron en el Fuerte Barragán, donde se guarda todo elemento histórico, pero callaron sobre las razones de reemplazar el cordón. Los vecinos protestaron que el gobierno actúa irresponsablemente retirando elementos históricos, le recordaron a las autoridades que ya habían asfaltado 800 metros de calles adoquinadas en perfecto estado y diagnosticaron que existe “la intención de ejecutar trabajos sin contemplar situaciones que tienen que ver con resguardar el patrimonio”. Amén, y felicitaciones por llegar a tanto detalle.

Mientras, en Mar del Plata, el Concejo Deliberante está pensando si da un paso realmente novedoso en materia de preservación. Sucede que un grupo justicialista pidió que se declare de interés municipal y se ayude a conservar una pintada realizada en 1952 en un galpón de chapa del

ferrocarril Roca. La pintada dice “Perseveremos en la realización del 2º Plan Quinquenal, es un orgullo y un deber de todo argentino”. Más allá del tono stalinista del texto, es realmente valiosa la idea de comenzar a preservar estas cosas. Un dato para imitar: en los galpones del ferrocarril en Liniers, justo del lado provincia, hay una similar; y en la esquina de Perón 3600, justo frente a la plaza, hay una ferretería donde perdura mal tapada una del PRT.

En Mendoza, la Dirección Provincial de Patrimonio inauguró una sede nueva en el viejo hospital San Martín, un chiche neoclásico de 1907. La mudanza fue más que cuestión de edificios para la Dirección, que hasta ahora era más administrativa que otra cosa pero ahora tiene una sala de exposiciones, un centro de documentación musical y una residencia para investigadores. Esto es, la ciudad gana un edificio restaurado de primer orden, la colección musical Bousquet tiene sede y la repartición gana una nueva energía.

Mientras tanto, en Bahía Blanca, se trabaja en un proyecto que regule y ordene el patrimonio edificado de la ciudad. Presentado por la concejal Griselda Domínguez, el proyecto busca la “conservación, difusión, fomento y acrecentamiento” del patrimonio cultural. Sucede que Bahía Blanca tiene un sistema a la antigua o como el nacional, donde la única manera de preservar un edificio es comprarlo por expropiación y darle algún destino. Esto por supuesto sirve apenas para unas pocas piezas muy notables, por falta de fondos y porque una ciudad puede sostener un número muy finito de museos, centros culturales o sedes administrativas. El proyecto busca crear un registro de bienes culturales que permita una regulación especial sobre las intervenciones en ellos. Bahía Blanca está dando los primeros pasos en este sentido, pero ya hubo casos interesantes donde, cuando no, fueron los vecinos los que llevaron adelante proyectos y los funcionarios tuvieron el tino de escuchar. Por ejemplo, así se salvó una arboleda preciosa que se iba a talar para ensanchar la avenida Alem. Los vecinos protestaron y exigieron una alternativa, que fue encontrada y salvó a los eucaliptos.

Y hablando de salvar, en esa ciudad tan ventosa buscan quien salve el campanario de la catedral, que fue efectivamente clausurado al cumplir cien años. El párroco local, Horacio Fuhr, prohibió que tañeran las campanas luego de que un grupo de ingenieros revisara la torre del templo y le mostrara las fisuras existentes. Así quedó en suspenso el programado Concierto del Centenario, que iba a marcar en diciembre de 2008 los 100 años del primer concierto de campanas que se dio en la catedral y que fue, según una crónica de la época, “el ruido más fuerte jamás sentido en esta ciudad”.

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