NOTA DE TAPA
Junto a sus suburbios de Herculano y Stabia, es la ciudad romana mejor conservada. Pero sufre de problemas inesperados que la ponen entre los sitios patrimoniales en peligro del mundo.
› Por Sergio Kiernan
La Pompeya italiana es uno de los lugares más extraños del mundo, una ciudad entera enterrada instantáneamente. No es la única enterrada, como lo prueban las decenas de ciudades grecorromanas encontradas y excavadas en Medio Oriente, entre Troya y Alejandría. Pero una ciudad abandonada toma muchos años para ser sepultada, con lo que reaparece pala en mano es más bien un cimiento, alguna columna aquí y allá, una suerte de plano de lo que fue. Para peor, ciudad abandonada es ciudad saqueada, batida por la guerra y vaciada por el enemigo. Sólo un arqueólogo entiende lo que vuelve a ver el sol.
Eso es lo que hace que Pompeya, y sus suburbios Herculano y Stabia, sean realmente únicos. La erupción del Vesubio se cargó a estos tres pueblos instantáneamente, vaporizó techumbres y pisos altos, y enterró en cosa de minutos sótanos y plantas bajas bajo una capa de ceniza hipercalentada que luego recibió la lava, en muchos casos avanzando con tal lentitud que ni siquiera la removió. Así quedó encapsulada una comunidad completa, con todos sus niveles sociales y equipamientos: está el kiosco y el palacio, la escuela y el híper.
Pompeya era un suburbio rico de la vieja Nápoles, puerto romano de importancia, una suerte de San Isidro con grandes casas de fin de semana y de retiro, vista al mar, un estilo de vida vagoneta y hedonista, población permanente y todo lo necesario para que el pueblo funcione. Es la misma idea que hoy mantiene al Mediterráneo español próspero y ocupado con sus grandes comunidades de alemanes e ingleses de la tercera edad, jubiladA que se mudan al solcito.
El Vesubio se encargó de terminar con esto en el año ’79. La erupción fue tan notable que nos llegó en relatos detallados, como un hito histórico cuya memoria sobrevivió la caída del Imperio y la pérdida de casi todos los libros. Siglos y siglos después, cualquier napolitano podía señalar sin duda y sin error dónde exactamente yacían las ciudades enterradas.
A mediados del siglo XVIII, los Borbones que gobernaban media Italia con capital en Nápoles se pusieron a cavar. Los españoles decidieron que había que reencontrar las ciudades perdidas, y empezaron por Herculano. En esos tiempos se acababa de inventar el anticuariado y el concepto central, que se mantiene hasta hoy, era la preservación de artefactos. Nacían los primeros museos, crecían los archivos y se comenzaban a valorizar objetos por su misma antigüedad. Para mejor, 1750 estaba plenamente instalado en el neoclasicismo de inspiración romana, por lo que la tentación de encontrar una ciudad entera resultaba irresistible.
Los anticuarios de la época, sin embargo, no valorizaban el contexto y el conjunto, como hacemos hoy. Tampoco les importaba mostrar o preservar el artefacto en su lugar original. Por eso, las excavaciones del siglo XVIII consistieron en túneles que atravesaban impunemente muros y edificios, rompiendo todo a su paso. El museo de la corte de Nápoles en Portici –hoy Museo Nacional– fue una de las más formidables colecciones de su época, admirada y descripta en éxtasis por conocedores como Sir Alexander Hamilton, recién casadito con Lady Emma y todavía por conocer a Lord Nelson. En el museo se concentran estatuas, columnas, fragmentos arquitectónicos, artefactos de la vida cotidiana y una cantidad asombrosa de frescos cortados de los muros romanos. En el mercado se traficaban antigüedades con abandono, financiando las excavaciones alimentando colecciones privadas y públicas de media Europa.
Para fines de ese mismo siglo, los borbones decidieron cambiar el sistema de excavación. Pompeya comenzó a ser desenterrada a cielo abierto, por completo y sin túneles. Los resultados fueron espectaculares y crearon una verdadera industria del turismo, con visitantes que cruzaban continentes para poder pisar una calle romana y entrar en sus edificios. Los frescos que aparecieron tuvieron una influencia tan notable que se pusieron de moda de inmediato en toda Europa: es el estilo pompeyano que llevaron a resultados tan felices arquitectos como Nash.
Giuseppe Fiorelli, superintendente de Pompeya entre 1863 y 1875, fue el que impuso la idea de que los artefactos encontrados quedaran en su lugar, y el primero en valorizar los pequeños comercios y las casas más modestas a la par de las villas y palacetes cubiertos de murales. Amedeo Maiuri, su sucesor entre 1924 y 1961, llevó esa idea a sus consecuencias lógicas y no sólo prohibió retirar objetos de las ruinas que se desenterraban sino que muchas veces colocó copias de los objetos delineados por la ceniza petrificada. Por eso es posible ver en Pompeya hasta celosías de madera carbonizadas y casi petrificadas, originales del año ’79.
Gran idea, en principio, pero con un serio problema, el de la conservación de las piezas. Una persiana, por ejemplo, no tiene derecho a durar dos mil años: la madera no es ese tipo de material. Pompeya y sus suburbios sobrevivieron porque quedaron enterrados en un medio estéril como la ceniza y la lava, asépticos por completo. Los materiales orgánicos que no tuvieron tiempo de quemarse antes de ser cubiertos quedaron encamisados como en piedra. Estas condiciones se alteran drásticamente cuando se desentierran las piezas.
La misma integridad de la ciudad queda en cuestión al volver a estar bajo los elementos. Pompeya no es la Roma clásica cuyas ruinas todavía tenemos, edificios de piedra dura. Pompeya es un conjunto único de arquitectura doméstica, con adobes y muros internos de fibras vegetales revocadas con barro, balcones de madera y piedra sólo en los ornamentos. Hay que recordar además que la ciudad fue arrasada por una erupción que tiró al mar cuadras enteras y barrió todos los niveles superiores, que luego se cavaron túneles, que en 1943 una escuadrilla aérea bombardeó Pompeya por error y que el Vesubio sigue despierto, dedicándoles a estos edificios romanos regulares temblores.
Así se entiende que Pompeya haya inaugurado en 1996 la lista de sitios históricos y arqueológicos en peligro del World Monuments Fund, que compiló una alarmante lista de problemas: frescos que se desvanecen en contacto con el aire y el sol, humedades ascendentes en los muros, salitres a rolete, lluvia y nieve, y la constante movida de materiales que imponen un verano ardiente y un invierno de montaña.
Pompeya hoy es un destino turístico muy concurrido en el que algunos notan los síntomas al ver puertas tapiadas, andamios oxidados, pajonales y grandes hojas de plástico sucio tapando estructuras ya colapsadas. Quien se asome por estos rincones, como hicieron los expertos del Fund, verá charcos que ya se ponen verdes sobre pavimentos internos donde hay mosaicos de rara belleza, y verá también rajaduras diagonales en muros principales.
Parte del problema es, como se dijo, la fragilidad intrínseca de los edificios. Otro factor es la misma escala de lo encontrado, ya que una cosa es preservar un edificio y otra es un pueblo entero, o en este caso tres. Como escribió Andrew Wallace-Hadrill en la revista del Fund, Icon, no existe un manual para preservar ciudades.
Pero otra parte mayor del asunto es la intervención moderna, que suele sufrir de omnipotencia. Pompeya está ahora llena de hormigones, que hace cuarenta años parecían la solución obvia a ciertos problemas y un material infalible. Pero resultó que nuestro hormigón dura mucho menos que el cemento romano, esa combinación asombrosa de cal y piedra de conchilla molida que endurece como la roca. Hoy se ven estructuras supuestamente protegidas por el hormigón que están mucho mejor que sus cubiertas, de hierros florecidos y en peligro de caer sobre las ruinas. Ni hablar de los casos en que la rigidez absoluta del hormigón terminó quebrando los muros más flexibles que se suponía que iba a sostener.
También ocurrió con otras ideas aparentemente obvias, como la de sumergir las maderas sobrevivientes en una mezcla de parafina. Lo que terminó ocurriendo fue que eventualmente llegó un verano más caliente de lo normal, lo que dejó charcos de cera inflamable al pie de cada madera así tratada. Peor fue la idea de usar esas ceras sobre los murales: les dieron una apariencia de frescura lindísima, pero impidieron que el revoque respirara. Hoy se los ve abombados por la humedad, con serios problemas de desprendimiento de materiales.
La conclusión a la que llegaron los expertos es que Pompeya debe ser tratada por equipos multidisciplinarios que adapten técnicas con más humildad y generen políticas regulares de mantenimiento. El actual superintendente, Pier Giovanni Guzzo, está de acuerdo y está trabajando con el Fund en la realización de un piano di Pompei en el que se releva el estado exacto de cada pieza. También se realizan varios trabajos experimentales de estudio, financiados y operados por la universidad de Boloña, la de Maryland y el Packard Humanities Institute.
Una de las primeras lecciones aprendidas, cuenta Wallace-Hadrill –que dirige la Escuela Británica en Roma y coordina estos estudios–, es que hay que documentar lo que hay y lo que se hace mucho, pero mucho más que hasta ahora. No sólo para aprender de los errores anteriores y para entender cómo hacían las cosas los romanos, sino para que no se pierda todo si el Vesubio vuelve a estallar.
La segunda lección es que Pompeya es una ciudad y las ciudades necesitan infraestructura. Los expertos recomiendan no ensoñarse con soluciones de alta tecnología sino simplemente reactivar lo que construyeron los romanos. En Herculano se destapó y restauró parte del complejo sistema de drenajes, cloacas y vaciaderos originales, y resultó que funcionan perfectamente bien. La idea hoy es estudiar al detalle el camino de cada gota de lluvia en las ciudades desenterradas para entender qué pasa con ellas y cómo encauzarlas.
La tercera y final enseñanza es la importancia del mantenimiento común y corriente, eso cotidiano de barrer y cortar el pasto. Esto es un problema porque con los ajustes de los años ochenta y noventa –sí, en Italia también– se perdió el equipo de unas cien personas que realizaban estas tareas y habían acumulado un conocimiento colectivo de las ruinas incomparable. Hoy, cada tarea debe ser licitada y es realizada por contratistas que no se dedican a la arqueología sino a cortar el pasto o limpiar calles. Los resultados orillan lo grotesco.
Mientras, se están logrando algunos resultados positivos para crear técnicas regulares de preservación. En Stabia, la más pequeña y menos conocida de las tres ruinas, se sistematizó un estilo de cubiertas livianas para proteger las estructuras romanas. Ya se excavaron seis casas de veraneo, villas frente al mar, y parte del pueblito costero, y estos edificios son protegidos por techos montados sobre columnas de madera sin el menor contacto con los muros romanos. Estas estructuras están “atadas” con lingas de acero ajustables, lo que les permite “bailar” si hay temblores. Los techos protegen del sol y la lluvia, y un conjunto de simples canaletas desvían las aguas de las ruinas.
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