PALAU
El Palau de la Música en Barcelona también cumple cien años. Joya del modernismo catalán, su estado de conservación es perfecto.
Mientras nuestro Colón sigue roto y sin terminar, otro teatro que acaba de cumplir su primer siglo resplandece impecable. El Palau de la Música Catalana, emblema nacionalista y joya urbana de Barcelona, está en valor perfecto. En sus vidas paralelas, estas salas centenarias tuvieron destinos muy diferentes y, como para simbolizarlos, tuvieron festejos casi opuestos.
El Palau fue diseñado y construido por uno de los genios del modernismo catalán, Lluis Domenech y Montaner, cabeza del pelotón de arquitectos brillantes que terminaron medio escondidos tras la fama enorme de Gaudí. Domenech tuvo en su época una influencia inmensa y sus obras flanquean las Ramblas y son parte del tour barcelonés. Menos idiosincrático y nada místico, como era y mucho su colega célebre, Domenech hizo fábricas que hoy asombran y fue muy activo en eso de crear un estilo nacional para su patria chica.
Hace cosa de un siglo, Cataluña se energizaba en la lucha cultural por su identidad, creando instituciones como el Barça y el Orfeó, una asociación de conciertos que prontamente tuvo una segunda vida como baluarte nacionalista. Para 1905, cuando presentó los planos finales y se puso la piedra fundamental, Domenech era un cincuentón con una carrera ilustre, obras liminares y una verdadera institución de obra. Es que el modernismo catalán compartía con movimientos como el Arts and Crafts el amor desesperado a los oficios constructivos, y los arquitectos mantenían equipos de herreros, albañiles, yeseros, ebanistas y ceramistas capaces de crear maravillas. En cualquier libro de fotografías relumbra la increíble decoración interna de los edificios modernistas, que vistos de cerca parecen realmente objetos hechos a mano.
El Palau debe ser uno de los ámbitos más ornamentados del planeta y resulta increíble que tomara apenas tres años construirlo. Una de sus rarezas es que ocupa un terreno estrecho, incómodo y acotado. Es que el Orfeó se negó a instalarlo en el flamante Eixample y se atrincheró en la ciudad vieja, en un lote donde se alzó un convento. El espacio del teatro es largo e irregular, con lo que Domenech construyó la sala a seis metros de altura.
Una verdadera rareza del Palau es que es una sala luminosa, con ventanales catedralicios en ambos lados. Originalmente, uno de los lados daba a un patrio muy estrecho, de apenas tres metros de ancho, con lo que la luz era desigual de un lado al otro. El edificio estaba encajonado atrás de una iglesia, tan cercana que los directores miraban el reloj antes de bajar la batuta, esperando que el campanario no sonara en los primeros compases: los conciertos en el Palau siempre incluían arreglos eclesiásticos de campanazos cada cuarto de hora.
En los noventa, el arquitecto Oscar Tusquets –que lleva casi veinte años como diseñador y reparador oficial del Palau– logró abrir un vano para iluminar esta fachada. Tras largos años de negociación se pudo demoler parte de la iglesia, se movió el bendito campanario y se abrió una mínima plazuela. Años después, vía el Vaticano, se logró demoler por completo la iglesia, construyéndole nueva sede, y Tusquets construyó un muro de vidrio que funciona como medianera con la ahora plaza, sin ocultar la luz.
Lo más notable es que así apareció a la vista la segunda fachada de Domenech, casi invisible todos estos años y tan cuidada como la principal. Para Tusquets, el tema es que su colega “construía pensando en que Dios mira lo que hacemos”.
Como sala de conciertos, el Palau no tiene ni para empezar frente al Colón –ni siquiera le llega en los metros cúbicos necesarios para sonar bien–, pero como pieza de arquitectura es algo francamente diferente. El Palau es literalmente único, una pieza de artesanía cubierta de símbolos y esculturas de valor casi señalético, mezcla de temas musicales con panfleto catalanista. Por todas partes imperan las rayitas verticales oro y gualda del escudo local, los rostros de santos, reyes y artistas catalanes, las armas de ciudades y condados. Como escribió algún crítico, la estructura espacial del Palau es racionalista y moderna, pero su ornamentación es una locura. Por ejemplo, ambos lados del proscenio tienen grandes grupos escultóricos de una vivacidad digna de la Praga Art Nouveau, y el cielorraso de la sala es una fiesta de colores, vitrales, brillos de mayólica y 2140 rosas de cerámica. El exterior es la mezcla de ladrillos y piedras típicas del modernismo local, con un enorme grupo escultórico en la esquina, aire medieval y arquerías entre románicas, moriscas y loquitas nomás.
Como hito urbano, el Palau recibe 200.000 visitantes cada año que pagan por el tour, además del público de las funciones musicales. Su actividad es notable, con un promedio de una función por día, y su estado de conservación es fantástico. El presidente del Orfeó, Félix Millet, explica que el secreto fue “acometer la reforma por etapas”, frase que los porteños deberíamos grabarnos en el corazón.
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