Sáb 28.06.2008
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Sobre la polución visual

Un proyecto de ley busca solucionar el desastre de la cartelería porteña, un caos sin control y cada vez más acelerado. La idea es drástica, minimalista y sensata, y como señal de sus valores ya tiene la oposición cerrada de las cámaras del sector.

› Por Sergio Kiernan

Uno es viejo cuando se da cuenta de que hace no tantos años las farmacias se encontraban, casi siempre en las esquinas, por un globito blanco luminoso. Era una de esas lámparas como de baño, una esfera lisa y simple con una cruz verde pintada, y una lamparita cualunque adentro. Con sus escasos sesenta watts, la farmacia aparecía sin problemas. Eran, claro, tiempos donde se aceptaba que de noche el mundo se pone oscuro y no era necesario iluminarlo tanto. Y tiempos en que los carteles eran más escasos, más chicos y más altos, con lo que se veían.

Otra cosa que esos carteles más solitarios y chiquitos tenían era la rara costumbre de informar. Decían “almacén”, “farmacia”, “heladería” y a lo sumo agregaban un nombre para el boliche en particular. Si era algo más grande –una concesionaria– bastaba el logo de la marca que se vendía. Raramente se incluía el nombre o publicidad propia de algo que se vendiera allí, costumbre entendible en una casa de electrodomésticos.

Estas ingenuidades pasaron y resultan tan lejanas como el parque automotor de los años ‘70, tan escaso que permitía estacionar sin problemas hasta en Belgrano. Buenos Aires se berretizó aceleradamente con la guerra nada fría de los comerciantes por destacarse en un paisaje cada vez más saturado. Como ya no teníamos problemas se nos agregó el indecible de la polución visual, nombre técnico del colorinche gritón que puebla toda cuadra donde haya más de un negocio.

La historia de cómo se ensució visualmente nuestra Ciudad es otro capítulo de la dejadez porteña, aceptada y condonada por sus sucesivos gobiernos, de los de a dedo y de los autónomos. Su gran motor fue la competencia darwiniana por hacerse ver, sobre todo en sectores comerciales. Primera Junta, Liniers, Santa Fe y Callao, las calles “de negocios” de todos los barrios, ni hablar de lugares como Constitución o el Once, imitaron el desboque del Centro con mayor o menor presupuesto. El resultado es que nuestra Ciudad tiene ahora una suerte de cinta colorida y caótica de carteles que en algunas calles –Rivadavia, Cabildo– amenaza con ser continua, y remates feísimos que rellenan vanos entre edificios o los coronan.

Este tipo de desmanes son típicos de los vacíos legales. La última regulación de la cartelería porteña –y hablamos de privados en lugares privados, no del actual debate por las cartelerías de propiedad pública, debate por separado– data de 1985 y es sospechosamente paupérrima. Esa ley habla de “espacios disponibles”, pone unos límites mínimos y deja hacer a los fabricantes e instaladores de carteles, y a los comerciantes. Es una ley para que la Ciudad –y los que cobran peaje– hagan su caja y nada más.

Pero la cosa no era tan grave porque la tecnología para hacer carteles era bastante limitada. Para hacer algo enorme había que pintarlo a mano o imprimirlo en pedacitos, técnicas lentas y caras. Los luminosos eran de acrílico y el precio limitaba su escala. Tal vez el peor problema era el abandono de las medianeras, donde quedaban carteles desteñidos por años y años, ya que la ley no obligaba a blanquearlas terminados los contratos.

Lo que pasó luego fue que se inventó el ploteo, que permite imprimir piezas únicas de gran tamaño y a un precio manejable. Para peor, el ploteo se hace sobre plástico, con lo que se inventó enseguida el backlit, que consiste simplemente en iluminar desde atrás al cartel, que deja pasar parte de la luz y brilla en la noche. El resultado fue el desastre visual en que vivimos.

La Legislatura porteña está tratando un proyecto de ley enviado por el Ejecutivo que resulta atractivo por varias razones: es drástico, es cuerdo, presenta bajas posibilidades de “peajes” y cambia el negocio publicitario sin arruinarlo. Se entiende que es un proyecto interesante porque las cámaras especializadas están en pie de guerra tratando de bloquearlo con frases como “no hace falta una nueva ley sino que se haga cumplir la que existe” y un activo lobby entre legisladores.

El proyecto es el hijo de amor de Tomás Palastanga, que ahora es director general de Política y Desarrollo del Espacio Público, pero siguió el tema desde la Legislatura por varios años. En rigor esta ley de cartelería es una parte más viable de una megaley –casi un código– en el que trabajó Palastanga junto con varios colegas y legisladores.

El autor admite que su proyecto es “muy restrictivo”, pero afirma que también es flexible y “menos robótico” que lo usual. Con un aire refrescante, Palastanga sueña con funcionarios que dejen de ser “robots que tienen un sello en la mano” y se dediquen a usar el sentido común, interpretando las leyes y siendo “arbitrarios en el buen sentido de la palabra, la de ser árbitros”. Esto puede ser una fuerte invitación al “peaje”, arma que suele torcer el sentido común, pero Palastanga es partidario del control interno múltiple y tiene un dogma de fe: la corrupción existe porque la gente no hace la denuncia.

El proyecto crea básicamente tres tipos de zonas en la Ciudad. Uno es el residencial, donde se retorna al cartelito indicativo, mínimo y poco molesto. Otro es la calle o zona comercial de los barrios –verlas en el mapa sorprende: son muchísimas– donde se limitan draconianamente los excesos. Y la tercera es la tradicional zona cartelera de Plaza de la República, que en esta ley es delimitada junto a la Lavalle peatonal y a varias cuadras de Corrientes. Aquí se permitirán, por tradición y porque es como una Times Square porteña, los gigantismos que no se podrán ver más en otros sectores.

Un elemento central en esta ley es que habla de “espacio urbano” y se presenta como una herramienta dentro de un proceso de ordenamiento ambiental de la Ciudad. Esta ley toma muchos parámetros europeos, en particular de la flamante ley madrileña, y regula desde la intensidad de la luz sobre los carteles hasta los colores permitidos, cosas que parecen casi ingenuas dado el desorden en que vivimos.

El proyecto prohíbe cubrir las fachadas completamente, como suelen hacer por razones cabalísticas –o marketineras– las tiendas de electrodomésticos y las de celulares. También desaparece el “cajón publicitario”, en general luminoso, que reemplazó de hecho a la marquesina, igual que esos techos cribados de mensajes que deforman las avenidas y hasta muchas calles. Los coronamientos de edificios –esos enormes carteles montados sobre estructuras sobre departamentos y a veces hasta sobre casas– quedarán sólo en la Plaza de la República. Y aun allí tendrán un cambio notable, ya que menos de la mitad de su área total podrá ser cubierta. Como se ve en los dibujos que ilustran esta nota, los textos tendrán que ser letras “sólidas” sobre un fondo que en realidad no existe. El mensaje queda, el bodrio visual se va.

Seguramente esta ley desconcierte a los comerciantes y no va a faltar la legión de los que se consideran vivísimos que no piense que es una buena idea. El tema es que si se despeja, por ejemplo, toda una cuadra y todos pasan a tener carteles menores y no tan poluyentes, la competencia comercial se mantiene pareja. El conjunto será más invitante y elegante, como puede verse en la primera cuadra de Diagonal Norte –de la Catedral a Florida– donde varios locales se restringieron en sus publicidades y ganaron un aire de elegancia y confort que los hace atractivos.

Por supuesto que la ley se aplicaría de inmediato a nuevas habilitaciones y gradualmente a lo ya existente, de modo de no crear una hecatombe de gastos extra. Además, los gigantescos cajones publicitarios permiten esconder fachadas rotosas e instalaciones clandestinas, por lo general de aire acondicionado.

Será interesante seguir el tratamiento de este proyecto por las comisiones legislativas, y contar cabezas a la hora de votar. La idea tiene buen respaldo desde el Ejecutivo porteño, que evidentemente está apostando a algunas iniciativas de alto perfil y largas consecuencias para instalar su gestión. En este caso, el desastre ambiental de la cartelería se merece un límite drástico y una ley clara.

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